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La Moralidad

del Capitalismo
¿Puede el mercado ser libre y justo a la vez?
Los derechos de autores fueron cedidos a Ecuador Libre.

2020 Ecuador Libre


Ed. Previsora Oficina 2802
Av. 9 de Octubre 100 y Malecón
www.ecuadorlibre.org
Guayaquil, Ecuador

Universidad de Las Américas


Campus UDLA Park
Vía a Nayón s/n
www.udla.edu.ec
Quito, Ecuador

ISBN: 978-9942-8827-0-7
ÍNDICE
PRÓLOGO 11
Por Aparicio Caicedo Castillo

INTRODUCCIÓN 19
La moralidad del capitalismo
Por Tom G. Palmer

Historia de una palabra 24

Capitalismo de libre mercado versus capitalismo 30


de compinches

PRIMERA PARTE 35
Las virtudes del capitalismo emprendedor

Entrevista a un emprendedor 37
Tom G. Palmer entrevista a John Mackey

 a libertad y la dignidad explican el mundo moderno


L 51
Por Deirdre N. McCloskey

Competencia y cooperación 57
Por David Boaz

 a medicina con fines de lucro y el motor de la compasión


L 65
Por Tom G. Palmer

SEGUNDA PARTE
La interacción voluntaria y el interés propio 71

La paradoja de la moralidad 73
Por Mao Yushi

 a lógica moral de la igualdad y la desigualdad en la


L 87
sociedad de mercado
Por Leonid N. Nikonov
Adam Smith y el mito de la codicia 97
Por Tom G. Palmer

Ayn Rand y el capitalismo: La revolución Moral 105


Por Tom G. Palmer

TERCERA PARTE 123


La producción y la distribución de la riqueza

La economía de mercado y la distribución de la riqueza 125


Por Ludwig Lachmann

J untas, la libertad política y la libertad económica 135


realizan los milagros de la humanidad
Por Temba A. Nolutshungu

CUARTA PARTE 141


Globalización del capitalismo

Capitalismo global y justicia 143


Por Fume Arunga

El desarrollo humano a través de la globalización 149


Por Vernon Smith

La cultura de la libertad 157


Por Mario Vargas Llosa

Una ética sin fecha de expiración 167


IN MEMORIAM de Gerald Gaus
El abanico de la justicia (o cómo recuperar la
tolerancia liberal) 169
Por Gerald Gaus

Lecturas Adicionales
181
La moralidad del capitalismo

Prólogo:
El Capitalismo según Netflix
La moralidad mueve al ser humano. Estamos psicológicamente
predispuestos a apasionarnos en favor de una u otra causa, a tomar
partido, defender el bien, combatir el mal, como si la vida se nos
fuera en ello. Basta con entrar a Twitter cualquier día para compro-
bar cómo nos moviliza nuestro sentido de lo moral.

Si le interesó este libro, es muy probable que usted sea el tipo de


persona que opina sobre los debates públicos, que tiene posiciones
firmes, que defiende lo que considera justo y critica la injusticia,
y además busca convencer a otros de sus razones éticas mientras
debate con vehemencia aquellas posturas que le parecen manifies-
tamente inmorales. Este libro es a su vez también el producto de la
movilización intelectual por una causa que algunos consideramos
meritoria. Da igual si somos liberales o socialistas, de derecha o iz-
quierda, conservadores o progresistas, todo aquel que participa del
llamado “debate público” en redes sociales, en conversaciones pri-
vadas, o en medios de comunicación, lo hace al fin y al cabo porque
hay una opción que considera más loable que otra y cree necesario
defenderla, aunque algunos se quieran engañar pensando que son
científicos sociales enteramente ajenos a valoraciones de ese tipo.
Lo curioso es que pocas veces nos interrogamos a profundidad so-
bre esos juicios de valor a los que nos aferramos, y somos muy rea-
cios a reconocer si nos equivocamos. Pero es precisamente ese el
objetivo de este libro: meditar nuestra opinión en favor o en contra
del sistema económico basado en el respeto de la propiedad privada
y la libre competencia, para ver si hay algo en lo que estamos o no
equivocados.

Todo ámbito de la vida humana lleva implícito un dilema moral.


Ni las crisis sanitarias como la del COVID-19 se escapan. La discusión

11
La moralidad del capitalismo

científica informaba un debate ético que aún sigue siendo intermina-


ble: ¿era proporcional la cuarentena total o bastaba el distanciamiento
social?, ¿la precaución sanitaria debe llevarse a cabo a cualquier costo
económico?, ¿es legítimo que el Gobierno nos mantenga en una espe-
cie de arresto domiciliario por tiempo indefinido?, ¿quién debe tener
preferencia en acceso a tratamiento cuando escasean los insumos mé-
dicos?, ¿resulta justo que las personas que no tienen perfil de vulnera-
bilidad puedan salir bajo su propio riesgo?, ¿es equitativa la carga del
encierro obligatorio para las personas que viven del día?, ¿hasta qué
punto el Estado puede limitar nuestras libertades en una emergencia
como esta? Todas estas interrogantes siguen sacudiendo las redes.

Y no terminó de pasar la amenaza sanitaria cuando comenzó otra


ola de polarización moral en Estados Unidos, a partir del lamenta-
ble homicidio de George Floyd bajo un obvio ejercicio de brutalidad
policial. Ardieron las calles al grito de “racismo sistémico”, en un ni-
vel de crispación pocas veces visto. Tomaron el protagonismo de las
protestas grupos radicales como Antifa, que en torno al eslogan de
#BlackLivesMatter pronto desbordaron el escenario de violencia,
quemando edificios, autos, hiriendo policías y linchando a muchas
personas que osaron defenderse. Nuevamente se armó el más agu-
do debate, caracterizado por un entrecruce de condenas éticas en-
tre quienes defienden la violencia como fórmula para enfrentar la
injusticia y quienes consideramos que no puede tenerse por justa
la violencia hacia gente inocente. Todos partimos de universos con-
ceptuales paralelos, donde lo que resulta justo o tolerable para unos
puede sonar discriminatorio y abominable para otros.

Muchas de las personas que condenan el capitalismo de libre


mercado lo hacen por esas diferencias conceptuales antes referi-
das. Existe confusión en torno al contenido esencial de términos
morales básicos como justicia, igualdad, libertad, o incluso vida. Y a
ello se suma el hecho de que nuestras reacciones de condena moral
obedecen, en buena medida, a instintos psicológicos innatos. Algu-

12
La moralidad del capitalismo

nas veces nuestra intuición está en lo correcto, y otras no. El pro-


fesor de la Stern School of Business de NYU, Jonathan Haidt, ofrece
una explicación clara de este fenómeno psicológico: “las intuicio-
nes vienen primero, el razonamiento estratégico viene después”.
En su libro La Mente de los Justos, Haidt muestra cómo nuestro sis-
tema mental de valoración moral es como un elefante que reaccio-
na juzgando irreflexivamente: nos indignamos o enternecemos ante
situaciones determinadas de forma casi automática. Nuestra razón
sería como un jinete que intenta explicar tales reacciones para jus-
tificarlas, moderarlas o rectificarlas si cabe. No obstante, resulta su-
mamente complicado para el jinete tomar las riendas de un animal
tan voluminoso y fuerte como lo es el paquidermo intuitivo. Por
ello la razón no domina nuestros juicios morales muy a menudo.1

Esas intuiciones morales de las que habla Haidt se ven moldea-


das por el entorno social. Nuestro sentido del bien y del mal, de lo
justo o lo injusto, se retroalimenta en las películas, libros y can-
ciones que escuchamos en esos medios digitales. La cultura pop
está impregnada de mensajes morales, que a la vez reproducen e
influencian nuestra concepción ética del mundo. Es lo que pasa
con películas como Jurassic World, la tetralogía de Avengers, o hasta
Joker. Nos sentimos atraídos a sus historias porque nos identifica-
mos con sus causas y sus ideales, porque admiramos o condena-
mos a sus personajes. La pop culture refleja incesantemente esos
arquetipos psicológicos que movilizan nuestros instintos morales
innatos: el héroe y el villano, el creador y el destructor, el rebelde y
el santo, el sabio y el necio, entre otros.

El sistema capitalista tiene mala fama en la cultura pop. Para


comprobarlo, le propongo un ejercicio, estimado lector. Busque en
Netflix la palabra “capitalismo” y observe los resultados. Verá que
casi todas las series, películas y documentales que surgen de su
búsqueda critican negativamente al capitalismo, de forma directa

1
Jonathan Haidt, La Mente de los Justos (Barcelona: Deusto S.A. Ediciones, 2019).

13
La moralidad del capitalismo

o implícita. Ahora intente lo mismo con el término “socialismo”.


Verá el contraste: no habrá un solo contenido expresamente dirigi-
do a denostar ese sistema socioeconómico. Esto llama la atención
si consideramos casos históricos como el de Rusia, China, Alemania
Oriental, Venezuela y muchos otros donde el socialismo ha causado
hambrunas y dictaduras. Más aún cuando las plataformas digita-
les de streaming, como la propia Netflix, no serían posibles sin un
sistema de capitalismo a escala global gracias al cual usted y yo
podemos disfrutar sus contenidos, al igual que cualquier persona
con conexión a Internet en casi todo el mundo.

Ese continuo llamado a nuestra conciencia moral por parte de


la pop culture constituye un problema para el capitalismo de li-
bre mercado. Porque el liberalismo—la filosofía política que fun-
damenta al capitalismo—es comúnmente defendido en términos
económicos y no morales. Bien lo dice Jason Brennan: “El socia-
lismo parece responder a un llamado moral superior”, porque “los
socialistas a menudo defienden sus opiniones en términos morales,
mientras los capitalistas defienden las suyas en términos econó-
micos”. 2
El filósofo John Tomasi resalta el mismo punto cuando
señala que “las instituciones capitalistas son tradicionalmente
defendidas con base en fundamentos prácticos, mientras los de-
fensores del socialismo son vistos como más idealistas”.3 Es quizá
por ello que Ayn Rand ha sido la única defensora del capitalismo
que ha tenido relevancia en la cultura popular—tanto que hasta la
mencionan varias veces en Los Simpsons—. Por otra parte, el al-
cance intelectual que tuvo Adam Smith se debe en parte a que era
profesor de Filosofía Moral y su obra más cuidada fue Teoría de los
Sentimientos Morales. Y sin duda Robert Nozick se une a esta lista
con su clásico Anarquía, Estado y Utopía. Todos estos intelectuales
buscaron incidir en el debate público en términos éticos, apelando

2
Jason Brennan, Why Not Capitalism? (Taylor and Francis - Kindle, 2014) pág. 131 - 132.

3
John Tomasi, Free Market Fairness (Princeton: Princeton University Press - Kindle, 2012).

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La moralidad del capitalismo

a nuestro sentido de justicia. En honor a ello también los tres au-


tores mencionados aparecen en la portada, mirando al horizonte.

En la actualidad, la escasez de fundamentación moral cuan-


do se defiende la libertad económica es probablemente la razón
por la que no veremos en las calles de Guayaquil, Manta, Seatt-
le, Quito o Cuenca, a jóvenes estudiantes rebelándose con ban-
deras que defienden el libre mercado—pese a los innumerables
beneficios que este les brinda—frente a la opresión del estatis-
mo—con todos los lastres que este supone para su futuro. Por-
que la eficiencia no emociona, la justicia sí. Lo que nos moviliza
es la defensa de causas nobles, no de resultados óptimos. ¿O us-
tedes verían una película en Netflix que se llame Lucha por la
Eficiencia? Esto explica en parte por qué, pese a la abrumadora
evidencia que apunta los enormes avances producidos por la in-
tegración económica mundial, se sigue satanizando al capitalismo
moralmente, como bien expone Steven Pinker en su último libro.4

La cuestión es que el mercado libre ha sido tradicionalmen-


te defendido por economistas, gente brillante, que nos ha de-
mostrado una y otra vez, con teorías y datos, que las economías
libres producen más riqueza para la mayoría de seres humanos
que cualquier otro sistema. Nos hablan de “eficiencia”, de “cre-
cimiento económico”, de “índices de desarrollo”. Y todo ello está
muy bien. Les debemos mucho. Son imprescindibles. El problema
es que, insisto, los seres humanos, en nuestras preferencias polí-
ticas e ideológicas, nos movemos primordialmente por razones
morales: por nuestro sentido de lo justo o lo injusto, definimos
nuestra existencia en términos de virtudes, de solidaridad con el
prójimo, o de amor por algo o alguien. Y como no somos todos filó-
sofos, ni leemos tratados sobre el significado de la justicia, apren-
demos o vemos reflejados nuestros valores en nuestras elecciones
diarias: cuando nos indignamos en Twitter por los abusos de los

4
Steven Pinker, En D efensa de la Ilustración (Barcelona: Paidós Ibérica, 2018).

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La moralidad del capitalismo

políticos, de empresarios, sacerdotes; con los libros que leemos y


citamos, así como con las películas y series que comentamos, o
hasta en las letras de las canciones que descargamos de Spotify.

Por eso creo que quienes defendemos el sistema capitalista de


libre mercado—régimen institucional de cooperación, basado en el
respeto a la propiedad privada, donde cada individuo escoge sus
fines respetando el derecho del prójimo de hacer lo mismo—como
mejor camino para la justa convivencia y el progreso material de la
humanidad, debemos entrar de lleno en el campo de la Ética. Más
aún, debemos enfocarnos en cuestiones morales que movilizan la
opinión pública como el beneficio potencial para los más necesita-
dos y también en las virtudes positivas (responsabilidad, empatía,
excelencia, etc.) que la sociedad comercial incentiva, entre muchos
otros aspectos. Esto es algo en lo que han hecho énfasis los filóso-
fos liberales como los ya citados Brennan y Tomasi, junto a otros
como Gerald Gaus, David Schmidtz, Matt Zwolinski, Michael Mun-
ger, Elizabeth Anderson y Jonathan Anomaly. Ese fue el camino
que han escogido los autores que forman parte de esta publicación,
personajes de talla mundial, entre los que se cuenta un Premio No-
bel de Literatura, Mario Vargas Llosa; un Premio Nobel de Econo-
mía, Vernon Smith; académicos notables como Deirdre McCloskey;
el fundador de Whole Foods, John Mackey, etc.

Es por estas razones expuestas, entre muchas otras, que este


libro es más pertinente que nunca. Veremos en él ensayos brillan-
tes, que asumen el desafío de llevar la batalla de las ideas al plano
ético. Es un esfuerzo liderado por ese intelectual incansable que es
Tom Palmer, una verdadera referencia para quienes estamos com-
prometidos en la defensa de los principios filosóficos que sostienen
el progreso y la civilización.

Esta edición obedece al trabajo conjunto de Ecuador Libre y el


Centro de Estudios de Filosofía, Política y Economía de la UDLA, bajo

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La moralidad del capitalismo

el apoyo de Atlas Network. Nuestra intención es ahondar en estas


cuestiones de orden filosófico, con una óptica multidisciplinar.
Porque nuestro país no es la excepción en esa tendencia perniciosa
de consumir los frutos de la prosperidad mientras se quema el árbol
del progreso. Y lastimosamente la alusión al fuego no es solamente
metafórica, si recordamos los incidentes que han vivido ciudades
en Estados Unidos, Ecuador o Chile en el último año, con un deno-
minador común: manifestantes manipulados por un relato moral
que tergiversa la realidad. Hay que hacerle frente a ese relato, con
argumentos racionales, que convenzan moralmente. Para eso está
este libro, por eso es necesario que usted lo lea, y eventualmente
medite sobre ello mientras escoge qué ver en Netflix.

Aparicio Caicedo Castillo


Ayampe, septiembre de 2020

17
La moralidad del capitalismo

18
La moralidad del capitalismo

INTRODUCCIÓN

La Moralidad
del Capitalismo
POR TOM G. PALMER

19
La moralidad del capitalismo

Este libro se trata de la justificación moral de aquello que el fi-


lósofo Robert Nozick llamó “actos capitalistas consensuados entre
adultos”.1 Es un libro sobre el sistema de producción cooperativa y
de libre intercambio que se caracteriza por la predominancia de estos
actos consensuados.

Unas palabras acerca del título La moralidad del capitalismo: los


ensayos contenidos en este libro tratan de la moralidad del capita-
lismo; no se limitan a la filosofía moral abstracta, sino que también
se nutren de la economía, la lógica, la historia, la literatura y otras
disciplinas. Más aun, tratan sobre la moralidad del capitalismo y no
simplemente sobre la moralidad del libre intercambio. El término
“capitalismo” se refiere no solo a los mercados de intercambio de bie-
nes y servicios, que existen desde tiempo inmemorial, sino también
al sistema de innovación, creación de riqueza y cambio social que ha
generado para miles de millones de personas una prosperidad inima-
ginable para las primeras generaciones de seres humanos.

La palabra “capitalismo” se refiere a un sistema legal, social, econó-


mico y cultural que promueve la igualdad de derechos y “el desarrollo
profesional en base al talento” y que estimula la innovación descentra-
lizada y los procesos de prueba y error —lo que el economista Joseph
Schumpeter llamó “destrucción creativa”— por medio de los mecanis-
mos voluntarios del intercambio de mercado. La cultura capitalista ce-
lebra al emprendedor, al científico, al que asume riesgos, al innovador,
al creador. Pese a ser descalificado como materialista por filósofos (par-
ticularmente marxistas) que también forman parte del materialismo,
el capitalismo es en esencia una iniciativa espiritual y cultural. Como
señaló la historiadora Joyce Appleby en su reciente estudio The Relent-
less Revolution: A History of Capitalism, “teniendo en cuenta que el ca-
pitalismo es un sistema cultural y no meramente económico, no puede
explicarse solo por medio de factores materiales”.2
1  Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia (Nueva York: Basic Books, 1974), pág. 163
2 Joyce Appleby, The Relentless Revolution: A History of Capitalism (Nueva York: W.W. Norton and Co.,
2010), págs. 25-26.

20
La moralidad del capitalismo

El capitalismo es un sistema de valores culturales, espirituales y


éticos. Tal como afirmaron los economistas David Schwab y Elinor
Ostrom, en su publicación pionera para la teoría de juegos acerca del
papel que juegan las normas y reglas en el mantenimiento de econo-
mías abiertas, el libre mercado se respalda firmemente en las normas
que nos impiden robar y que “refuerzan la confianza”.3 Lejos de ser
un escenario amoral donde se entrechocan intereses, como suelen
describir al capitalismo quienes buscan socavarlo o destruirlo, la in-
teracción capitalista está fuertemente estructurada por normas y re-
glas éticas. En efecto, el capitalismo se basa en el rechazo de la ética
del robo y el saqueo, medios por los cuales consiguen la mayor parte
de sus riquezas los ricos, en otros sistemas económicos y políticos.
(De hecho, actualmente, en muchos países y durante gran parte de
la historia de la humanidad, es sabido que los ricos llegaron a serlo
porque tomaron posesiones de los demás y, sobre todo, porque han
hecho uso de la fuerza organizada: en términos actuales, el Estado.
Dichas élites predadoras utilizan esta fuerza para crear monopolios
y confiscar el producto ajeno por medio de los impuestos. Alimen-
tan el tesoro del Estado y gozan de monopolios y restricciones a la
competencia impuestos por el mismo Estado. Solo mediante las con-
diciones que ofrece el capitalismo las personas pueden enriquecerse
sin tener que convertirse en delincuentes).

Cabe reflexionar sobre aquello que la economista e historiadora


Deirdre McCloskey llama “El gran suceso”: “Por ejemplo, en Gran
Bretaña y otros países que experimentaron el crecimiento económico
en tiempos modernos, el ingreso real per cápita actual supera por lo
menos dieciséis veces al del período de 1700 o 1800”.4 Esto es algo
que no tiene precedentes en la historia de la humanidad. De hecho,
la estimación de McCloskey es bastante conservadora, pues no toma

3 David Schwab y Elinor Ostrom, "The Vital Role of Norms and Rules in Maintaining Open, Public and
Private Economies", en Moral Markets: The Critical Role of Values in Economy, ed. por Paul J. Zak (Princeton
University Press, 2008, págs. 204-27.
4 Deirdre McCloskey, Bourgeois Dignity: Why Economics Can't Explain the Modern World (Chicago: Uni-
versity of Chicago Press, 2010) pág. 48.

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La moralidad del capitalismo

en cuenta los increíbles avances científicos y tecnológicos que han


puesto las culturas de todo el mundo al alcance de la mano.

El capitalismo pone la creatividad al servicio de la humanidad


en tanto respeta y alienta la innovación emprendedora, ese factor
esquivo que explica la diferencia entre nuestro modo de vida
actual y el de muchas generaciones de nuestros antepasados,
desde antes del siglo XIX. Las innovaciones que transformaron la
vida humana no son únicamente científicas y tecnológicas: tam-
bién son institucionales. Nuevas iniciativas de todo tipo coordinan
voluntariamente los esfuerzos de enormes cantidades de personas.
Nuevos mercados e instrumentos financieros conectan las decisio-
nes de ahorro e inversión de miles de millones de personas las
veinticuatro horas del día. Nuevas redes de telecomunicaciones
ponen en contacto a personas de los lugares más remotos del
mundo (hoy conversé con amigos de Finlandia, China, Marrue-
cos, Estados Unidos y Rusia, y recibí comentarios y mensajes de
Facebook de amigos y conocidos de los Estados Unidos, Canadá,
Pakistán, Dinamarca, Francia y Kirguistán). Nuevos productos
nos ofrecen oportunidades de comodidad, disfrute y educación
que las generaciones anteriores no habrían podido imaginar si-
quiera (escribo esto en mi MacBook Pro de Apple). Esos cambios
hacen que nuestras sociedades sean en innumerables aspectos
notablemente diferentes de todas las sociedades humanas que
las precedieron.

El capitalismo no se trata solo de construir objetos del modo


en que los dictadores socialistas solían exhortar a sus esclavos a
“¡Construir el futuro!”. El capitalismo se trata de crear valor, no
solo de trabajar arduamente, hacer sacrificios o estar ocupados.
Quienes no comprenden el capitalismo se apresuran a apoyar
programas de “creación de empleo”. Malinterpretan el objetivo
del trabajo y más aún el del capitalismo. Una anécdota muy
citada cuenta que le estaban mostrando la construcción de un
gigantesco nuevo canal en Asia al economista Milton Friedman.
Cuando comentó que le parecía extraño que los obreros trasladaran

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La moralidad del capitalismo

enormes cantidades de tierra y rocas con palas pequeñas en vez


de emplear maquinarias, le respondieron: “Usted no entiende: este
es un programa de empleo”; a lo cual respondió: “Ya veo. Pensé
que querían construir un canal. Si lo que buscan es crear empleo,
¿por qué nos les dieron cucharas en lugar de palas?”.

Cuando el mercantilista H. Ross Perot se postulaba a presidente


de los Estados Unidos en el año 1992, se lamentaba en los debates
presidenciales de que los estadounidenses compraran chips de
computadoras a Taiwán y vendieran patatas fritas a los taiwane-
ses. Al parecer, Perot se avergonzaba de que los estadounidenses
vendieran un producto tan humilde como patatas fritas; lo había
convencido la idea de Lenin de que solo se agrega valor por medio
de la producción industrial en una fábrica. El economista Michael
Boskin, de la Universidad de Stanford, señaló atinadamente que
un dólar en chips de computadoras y un dólar en patatas fritas
valen lo mismo: un dólar. Agregar valor cultivando patatas en
Idaho o elaborando chips en Taipei es simplemente agregar valor.
La ventaja comparativa5 es un factor clave para la especialización
y el comercio. No tiene nada de degradante producir valor, ya
sea como agricultor, como transportista de muebles (hoy trabajé
con tres transportistas para mudar gran parte de mi biblioteca y
tengo una idea muy clara de cuánto valor le agregaron a mi vida),
como financiero o como cualquier otra cosa. El mercado —no los
políticos mercantilistas arrogantes— nos indica cuándo estamos
agregando valor; sin libre mercado, no podemos saberlo.

El capitalismo no se trata simplemente de personas que


intercambian manteca por huevos en los mercados locales, cosa
que existe hace milenios. Se trata de agregar valor por medio de
la movilización de energía e ingenio humano a una escala sin
precedentes en la historia, con el fin de crear una riqueza para
la gente común que habría deslumbrado y dejado atónitos a los
reyes, sultanes y emperadores más ricos y poderosos del pasado.
Se trata de erosionar sistemas afianzados de poder, dominación
5 Véase una explicación aritmética simple del concepto de ventaja comparativa en tomgpalmer.com/
wpcontent/uploads/papers/ The%Economics%20of%20Comparative%20Advantage.doc.

23
La moralidad del capitalismo

y privilegio y de tener libre acceso al desarrollo profesional “ba-


sado en el talento”. Es reemplazar la fuerza por la persuasión;6
la envidia por el logro.7 Se trata de aquello que ha hecho posible
mi vida y la suya.

Lo único que tenían los reyes, sultanes y emperadores que no


tiene la gente común en la actualidad era el poder sobre los demás
y la potestad de darles órdenes. Tenían vastos palacios construidos
por esclavos o financiados por impuestos, pero no tenían ni
calefacción ni aire acondicionado; tenían esclavos y sirvientes, pero
no lavarropas ni lavavajillas; tenían ejércitos de mensajeros, pero no
teléfonos celulares ni Internet inalámbrica; tenían médicos y magos
de la corte, pero no anestesia para aliviar su agonía ni antibióticos
para curar infecciones; eran poderosos pero también miserablemente
pobres, según nuestros parámetros.

Historia de una palabra


El libre mercado, entendido como un sistema de libre intercambio
entre personas con derechos bien definidos, legalmente asegurados
y transferibles de recursos escasos, es una condición necesaria
para la riqueza del mundo moderno. Pero tal como demostraron
convincentemente muchos historiadores económicos, en particular
Deirdre McCloskey, esto no es suficiente. Se necesita algo más: una
ética del libre intercambio y de la producción de riqueza por medio
de la innovación.

Es necesario hacer una breve referencia al uso del término “ca-


pitalismo”. El historiador social Fernand Braudel rastreó el origen
de la palabra “capital” hasta el período comprendido entre el siglo
XII y el siglo XIII, cuando se refería a “fondos, existencias de mer-

6 Véase una descripción destacable de la decadencia en general de la fuerza de los asuntos humanos
en James L. Payne, A History of Force (Sandpoint, Idaho: Lytton Publishing, 2004).
7 Muchos pensadores han estudiado la envidia como un impulso dañino para la cooperación social y
hostil para el capitalismo de libre mercado. Véase un enfoque reciente e interesante que se basa en la
epopeya clásica de la India Mahabharata en Gurcharan Das, The Difficulty of Being Good: On the Subtle
Art of Dharma (Nueva York: Oxford University Press, 2009), esp. págs. 1-32.

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La moralidad del capitalismo

cancías, suma de dinero o dinero que paga interés”.8 De los muchos


usos del término “capitalista” que catalogó Braudel, el autor señaló
que “la palabra ‘nunca’… se usa en un sentido amigable”.9 La palabra
“capitalismo” comenzó a emplearse en el siglo XIX, por lo general
en un sentido despectivo: por ejemplo, cuando el socialista francés
Louis Blanc definió el término como “la apropiación de capital por
parte de algunos en detrimento de otros”.10 Karl Marx utilizó la frase
“modo de producción capitalista” y fue su ardiente seguidor Werner
Sombart quien popularizó el término “capitalismo” en su influyente
libro de 1912 Der Moderne Kapitalismus (Friedrich Engels, colaborador
de Marx, consideraba a Sombart el único intelectual de Alemania que
comprendía a Marx de verdad; más adelante, Sombart se simpatizó con
otra forma de anticapitalismo: el nacional socialismo, es decir, el nazismo).

En su ataque contra los “capitalistas” y el “modo de producción


capitalista”, Marx y Engels señalaron que “la burguesía” (como
llamaban a la “clase” dueña de “los medios de producción”) había
efectuado un cambio radical en el mundo:

Durante su reinado de escasos cien años, la burguesía ha creado fuerzas


productivas masivas y de dimensiones más extraordinarias que todas las
generaciones precedentes sumadas. El sometimiento de las fuerzas de la
naturaleza al hombre, la maquinaria, la aplicación de la química a la industria
y la agricultura, la navegación a vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico,
la adaptación de continentes enteros para el cultivo, la canalización de ríos, la
aparición de poblaciones completas que parecen surgir de la tierra como por
encanto, ¿en qué siglo del pasado se presintió siquiera que había semejantes
fuerzas productivas latentes en el seno del trabajo social?11

Marx y Engels se maravillaban no solo de la innovación tecnológica


sino de las “poblaciones completas que parecen surgir de la tierra como
por encanto”, una manera llamativa de describir la caída de las tasas
de mortalidad, el aumento del nivel de vida y la prolongación de la ex-
8 Fernand Braudel, Civilization and Capitalism, 15th-18th Century: The Wheels of Commerce (Nueva York:
Harper & Row, 1982), pág. 232.
9  Ibíd., pág. 236.
10 Louis Blanc, Organisation du Travail (París: Bureau de la Societé de l'Industrie Fraternelle, 1847), citado
en Braudel, Civilization and Capitalism, 15th-18th Century: The Wheels of Commerce, op. cit., pág.. 237.
11 Karl Marx y Frederick Engels, Manifesto of Communist Party, en Karl Marx y Frederick Engels, Collected
Works, Volume 6 (1976: Progress Publishers, Moscú), pág.489.

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La moralidad del capitalismo

pectativa de vida. A pesar de esos logros, por supuesto, Marx y Engels


exigían la destrucción del “modo de producción capitalista” o, para ser
más precisos, creían que se destruiría a sí mismo y daría paso a un nuevo
sistema que sería tan maravilloso que no era necesario ofrecer ni la más
ligera pista de cómo funcionaría —y pretender hacerlo se consideraba
una ofensa carente de rigor científico—.12

Es aún más importante el hecho de que Marx y Engels basaban


su crítica del capitalismo (crítica que, a pesar del fracaso de todos los
órdenes comunistas de cumplir sus promesas, sigue siendo extraordina-
riamente influyente entre intelectuales a nivel mundial) en una enorme
confusión sobre aquello a lo que se referían con el término “burgue-
sía”, que relacionaban con el “modo de producción capitalista”. Por un
lado, usaban el término para hablar de los propietarios de “capital” que
organizaban iniciativas productivas pero, por otro, lo empleaban para
referirse a quienes vivían del Estado y su poder, como lo hiciera Marx
en uno de sus ensayos más interesantes sobre política:

El interés material de la burguesía francesa está precisamente entretejido


del modo más íntimo con la conservación de esta extensa y muy ramificada
maquinaria del Estado. Esa maquinaria le brinda empleo a su población exce-
dente y compensa en forma de sueldos del Estado lo que no puede embolsarse
en forma de ganancias, intereses, rentas y honorarios. Su interés político la
obligaba a aumentar diariamente la represión y, por tanto, los recursos y el
personal del poder del Estado.13

De modo que, por un lado, Marx identificaba a la “burguesía”


con los emprendedores que le daban “un carácter cosmopolita a la
producción y al consumo en cada país”, que hacían “cada vez más

12  Véase una crítica devastadora e influyente de las teorías económicas de Marx en Eugen von Böhm-
Bawerk, Karl Marx and the Close of His System (1896; Nueva York: Augustus M. Kelley, 1949). Una mejor
traducción del título de Böhm-Bawerk sería “On the Conclusion of the Marxian System”. Böhm-Bawerk
se refiere en su título a la publicación del tercer tomo de El capital, que “concluyó” el sistema marxista.
Cabe señalar que la crítica de Böhm-Bawerk es una crítica completamente interna y no se apoya en
absoluto en los resultados de la “revolución marginalista” de la ciencia económica de 1870. Véase
también el ensayo de Ludwig von Mises, “Economic Calculation in the Socialist Commonwealth”,
en F. A. Hayek, ed., Collectivist Economic Planning (Londres: George Routledge & Sons, 1935) sobre la
incapacidad del colectivismo de resolver el problema del cálculo económico.
13  Karl Marx, “The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte”, en David Fernbach, ed., Karl Marx: Surveys
from Exile: Political Writings, Volume II (Nueva York: Vintage Books, 1974), pág. 186. Describo las contra-
dicciones y confusiones del análisis económico y social marxista en “Classical Liberalism, Marxism, and
the Conflict of Classes: The Classical Liberal Theory of Class Conflict”, en Realizing Freedom: Libertarian
Theory, History, and Practice (Washington: Cato Institute, 2009), págs. 255-75.

26
La moralidad del capitalismo

imposible” la “unilateralidad y estrechez de la visión nacional”, que


creaba “una literatura mundial”, que generaba “la rápida mejora de
todos los instrumentos de producción” y “facilitaba inmensamente
los medios de comunicación” y que superaba “el obstinado y bárbaro
odio contra los extranjeros” por los “precios baratos de los produc-
tos básicos” que ofrecían.14 Al mismo tiempo, utilizaba el término
“burguesía” para referirse a quienes vivían del “crédito público” (es
decir, la deuda pública):

Todo el mercado monetario moderno y la totalidad del sector bancario están


entretejidos del modo más íntimo con el crédito público. Parte de su capital
operativo necesariamente se coloca a corto plazo en fondos públicos que rinden
intereses. Sus depósitos, el capital que ponen a su disposición mercaderes e
industriales y que ellos distribuyen entre las mismas personas, resultan en
parte de los dividendos de los tenedores de bonos públicos.15

Para Marx, la “burguesía” estaba íntimamente ligada a la lu-


cha por controlar la maquinaria del Estado, de la cual en última
instancia se beneficiaba:

Todas las revoluciones políticas fueron perfeccionando esta máquina, en vez


de destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la dominación
consideraban la toma de posesión de esta inmensa construcción del Estado
el botín principal del vencedor.16

En palabras de la historiadora Shirley Gruner, “Marx sintió que


había captado la realidad cuando descubrió la ‘burguesía’ pero,
en realidad, solo había acuñado un término muy resbaladizo”.17
En algunos textos, Marx utilizaba este término para referirse a los
emprendedores innovadores que organizaban iniciativas productivas
e invertían en la creación de riqueza y, en otros, para referirse a
quienes se apiñaban alrededor del Estado, vivían del sistema tribu-
tario, ejercían presión para prohibir la competencia y restringían

14  Karl Marx y Friedrich Engels, Manifesto of the Communist Party, en Karl Marx y Frederick Engels,
Collected Works, Volume 6 (1976: Progress Publishers, Moscú), pág. 488.
15  Karl Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, en David Fernbach, ed., Karl Marx: Surveys from
Exile: Political Writings, Volume II (Nueva York: Vintage Books, 1974), pág. 222.
16  Karl Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, en David Fernbach, ed., Karl Marx: Surveys from
Exile: Political Writings, Volume II (Nueva York: Vintage Books, 1974), pág. 238.
17  Shirley M. Gruner, Economic Materialism and Social Moralism (La Haya: Mouton, 1973), págs. 189-90.

27
La moralidad del capitalismo

la libertad de comercio; en resumen, a quienes invertían no en


crear riqueza sino en asegurar su poder de redistribuir o destruir
la riqueza ajena, y de mantener los mercados cerrados, a los pobres
en su lugar y a la sociedad bajo control.

Se generalizó el uso del término “capitalismo” por la influencia


de Marx y su discípulo, Sombart. Vale la pena recordar que quie-
nes popularizaron la palabra no solo confundían al emprendedor
productivo y al intercambio de mercado con aquel que vivía a
expensas de los impuestos cobrados a los demás sino que tam-
bién propugnaban la abolición de la propiedad, los mercados, el
dinero, los precios, la división del trabajo y todo lo que constituye
el liberalismo: los derechos individuales, la libertad de credo,
la libertad de expresión, la igualdad ante la ley y el gobierno
democrático con límites constitucionales.

Con frecuencia, al igual que ocurre con muchos términos des-


pectivos, la palabra “capitalismo” fue incorporada por algunos de
los intelectuales defensores del libre mercado contra los cuales
ese término era utilizado. Como consecuencia de su historia,
quienes adoptaron el término para referirse a lo que propugnaban
o, simplemente, como término neutral para el debate en ciencias
sociales quedaron en desventaja por el hecho de que: 1) se le
daba un uso equívoco (para referirse tanto al emprendimiento
de libre mercado como a vivir a expensas de los impuestos, del
poder y del clientelismo gubernamental) y 2) casi siempre se le
daba una connotación claramente negativa.

Algunos proponen descartar el término de plano, por estar tan


plagado de significados contrapuestos y connotaciones ideológi-
cas.18 Aunque la idea es tentadora, tiene un problema: permitir
que la gente intercambie con libertad y se guíe por ganancias y
pérdidas es sin duda necesario para el progreso económico, pero
no basta por sí solo para crear el mundo moderno. Los mercados
modernos surgieron de un remolino de innovación institucional,
18 Véase, por ejemplo, Sheldon Richman, Is Capitalism Something Good?, en www.thefreemanonline.
org/columns/tgif/is-capitalism-something-good/

28
La moralidad del capitalismo

tecnológica, cultural, artística y social a la cual siguen al mismo


tiempo alimentando, y que trasciende el modelo de personas que
intercambian huevos por mantequilla. El capitalismo moderno
de libre mercado innova no a un ritmo glacial, con el paso de los
milenios, sino cada vez más rápido; eso es precisamente lo que
a los socialistas (a Marx en particular) y sus aliados, los conser-
vadores antimercado, les resultaba tan amenazador del mundo
moderno. En su Capitalismo, socialismo y democracia, Joseph
Schumpeter criticaba a aquellos para quienes “el problema que
suele visualizarse es cómo administra el capitalismo las estruc-
turas preexistentes, cuando lo que importa es cómo las crea y
las destruye”.19

El libre mercado moderno no es solamente un lugar de inter-


cambio, como lo eran las ferias de antaño. Se caracteriza por olas de
“destrucción creativa”; lo que era nuevo hace diez años ya es viejo, fue
desplazado por versiones mejoradas, nuevos artefactos, disposiciones
institucionales, tecnologías y modos de interactuar que nadie imagi-
naba. Eso es lo que distingue al libre mercado moderno del antiguo
mercado. En mi opinión, el mejor término del que disponemos para
distinguir las relaciones de libre mercado que dieron lugar al mundo
moderno de los mercados que las precedieron es “capitalismo”.

Pero el capitalismo no es una forma de desorden; es una forma


de orden espontáneo que surge de un proceso (algunos autores
se refieren a ese tipo de órdenes como “órdenes emergentes”). La
constancia previsible del Estado de derecho y la garantía de derechos
posibilitan esa innovación. Como señaló David Boaz en The Futurist:

A la gente siempre le ha sido difícil ver el orden en un mercado aparentemente


caótico. Aunque el sistema de precios reorienta constantemente los recursos a
su utilización óptima, en la superficie, el mercado parece el opuesto mismo del
orden: iniciativas que quiebran, puestos de trabajo que se pierden, personas
que prosperan a un ritmo dispar, inversiones que resultan un desperdicio. La
acelerada Edad de la Innovación parecerá aun más caótica: enormes iniciativas
crecerán y se hundirán con más rapidez que nunca y serán menos los que
19 Joseph Schumpeter, Capitalism, Socialism, and Democracy (Londres: Routledge, 2006), pág. 84.

29
La moralidad del capitalismo

tengan empleos a largo plazo. Pero, en realidad, con el aumento de la eficiencia


del transporte, las comunicaciones y los mercados de capitales, vendrá un
orden todavía mayor del que pudo alcanzar el mercado en la Era Industrial. La
cuestión es evitar recurrir a un gobierno coercitivo para “suavizar los excesos”
o “canalizar el mercado hacia el resultado que alguien desee”.20

Capitalismo de libre mercado versus


capitalismo de compinches
A fin de evitar la confusión que provoca el uso equívoco por
parte de los intelectuales socialistas del término “capitalismo”,
debería distinguirse de forma precisa el “capitalismo de libre
mercado” del “capitalismo de compinches”, sistema que sumergió
a tantas naciones en la corrupción y el atraso. En muchos paí-
ses, si alguien es rico, existe una gran probabilidad de que tenga
poder político o sea pariente cercano, hombre de confianza (es
infrecuente que sea una mujer) o colaborador —en una palabra:
“compinche”— de quienes detentan el poder, y de que su rique-
za provenga no de producir bienes valiosos sino de gozar de los
privilegios que el Estado puede conferir a algunos en detrimento
de otros. Por desgracia, “capitalismo de compinches” es una frase
que también describe, cada vez con más exactitud, la economía
de los Estados Unidos, un país en el cual las iniciativas quebradas
se “rescatan” habitualmente con dinero de los contribuyentes, en
el cual la capital nacional es poco más que un gigantesco y pal-
pitante enjambre de miembros de grupos de presión, burócratas,
políticos, consultores y escritorzuelos con el único objetivo de la
apropiación de renta, y donde los funcionarios del Departamento
del Tesoro y el banco central (el Sistema de la Reserva Federal)
se adjudican la potestad de recompensar a algunas iniciativas y
perjudicar a otras. Ese amiguismo corrupto no debe confundirse
con el capitalismo de libre mercado, que es un sistema de pro-
ducción e intercambio basado en el Estado de derecho, la igual-
dad de derechos para todos, la libertad de elección, la libertad
de comercio, la libertad de innovación, la disciplina orientada a
ganancias y pérdidas, y el derecho a disfrutar del fruto del tra-

30
La moralidad del capitalismo

bajo, el ahorro y la inversión propios sin temor a confiscaciones


ni restricciones por parte de quienes invirtieron no en riqueza
sino en poder político.

A las élites arraigadas suelen molestarles las olas de cambio


que pone en marcha el capitalismo de libre mercado. Según su
visión del mundo, las minorías se vuelven arrogantes y las clases
más bajas olvidan cuál es su lugar. Lo más sorprendente, desde su
perspectiva, es que en el capitalismo de libre mercado las mujeres
afirman su propio valor. Se debilitan las jerarquías. La gente crea
relaciones basadas en la elección y el consentimiento, en lugar del
nacimiento o el estatus social.20 El odio conservador al capitalismo
de libre mercado, que Marx resumió e incorporó prolijamente en
sus escritos, refleja la furia contra ese cambio y, con frecuencia,
contra la pérdida de privilegios. Leo Melamed (Presidente Emérito
del Grupo CME [antes Chicago Mercantile Exchange] cuya historia de
vida, desde su escape de la Gestapo y la KGB hasta su revolución del
mundo financiero, es una historia de coraje y visión) se basó en su
experiencia para decir que “en los mercados financieros de Chicago
lo que importa no es quién eres —tu linaje, tu origen familiar, tus
problemas físicos ni tu género— sino tu capacidad para determinar
qué quiere el cliente y hacia dónde se dirige el mercado. No importa
mucho más”.21 Abrazar el capitalismo de libre mercado es abrazar la
libertad de cambiar, de innovar, de inventar. Es adaptarse al cam-
bio y respetar la libertad de los demás de hacer lo que les plazca
con lo que les pertenece. Es permitir nuevas tecnologías, nuevas
teorías científicas, nuevas formas de arte y nuevas identidades y
relaciones. Es abrazar la libertad de generar riqueza, el único medio
para eliminar la pobreza (la riqueza tiene causas, la pobreza no; la
pobreza es el resultado de la falta de producción de riqueza, mientras

20  El historiador del derecho Henry Sumner Maine hizo una famosa descripción del “paso de las socie-
dades progresistas” de las relaciones heredadas, basadas en el parentesco, a la libertad personal y la
sociedad civil como “un paso del Estatus al Contrato”. Henry Sumner Maine, Ancient Law (Brunswick,
NJ: Transaction Publishers, 2003), pág. 170.
21  Leo Melamed, “Reminiscences of a Refugee”, en For Crying Out Loud: From Open Outcry to the Electronic
Screen (Hoboken, NJ: John Wiley & Sons, 2009), pág. 136.

31
La moralidad del capitalismo

que la riqueza no es el resultado de la no generación de pobreza).22


Es celebrar la liberación humana y realizar el potencial humano.

Los autores de los ensayos que se incluyen en la presente


publicación provienen de diversos países y culturas, vocaciones
y disciplinas intelectuales. Cada uno ofrece un punto de vista de
cómo los intercambios de libre mercado se enraízan en la moralidad
y refuerzan el comportamiento moral. Se trata de una selección de
ensayos variados: algunos bastante cortos, otros más largos; algunos
más accesibles, otros más académicos. Dos de los ensayos incluidos
han sido traducidos especialmente para esta colección (ambos fueron
escritos en chino y ruso, respectivamente). Se incluye el aporte de
dos ganadores del premio Nobel, un novelista y un economista, y una
entrevista a un exitoso emprendedor que propugna abiertamente lo
que llama “capitalismo con consciencia”. Los ensayos no brindan
todos los argumentos a favor del capitalismo de libre mercado, pero
sí proporcionan una introducción a un corpus bibliográfico muy rico
(una pequeña muestra del cual se lista en las breves referencias que
están al final del libro).

¿Por qué este libro solo contiene defensas vigorosas del capita-
lismo de libre mercado? Porque hay cientos —miles, en realidad— de
libros en el mercado que pretenden ofrecer debates “equilibrados”
que, en realidad, no son más que compendios de acusaciones contra
la creación de riqueza, el espíritu emprendedor o la innovación, el
sistema de ganancias y pérdidas, y el capitalismo de libre mercado
en general. En el transcurso de mi vida profesional, leí cientos de
libros en los que se atacaba al capitalismo de libre mercado; he
pensado en esos argumentos y luchado contra ellos. En cambio, es
infrecuente encontrar críticos del capitalismo de libre mercado que
hayan leído a más de un autor que osara defenderlo. El único autor
que suele citarse, por lo menos en el mundo intelectual anglosajón
moderno, es Robert Nozick, y siempre queda claro que se leyó un
solo capítulo de un único libro, aquel en el que el autor propuso

22  Me refiero más sistemáticamente al tema de la pobreza y el capitalismo de libre mercado en “Classical
Liberalism, Poverty, and Morality”, en Poverty and Morality: Religious and Secular Perspectives, William
A. Galston y Peter H. Hoffenberg, eds. (Nueva York: Cambridge University Press, 2010), págs. 83-114.

32
La moralidad del capitalismo

un desafiante experimento de pensamiento hipotético para poner a


prueba a los enemigos del capitalismo de libre mercado. La mayoría
de los socialistas consideran suficiente leer un ensayo y refutar un
experimento.23 Luego de leer y refutar un argumento, si quienes con-
denan al capitalismo de libre mercado llegan a pensar que vale la pena
continuar la crítica, suelen recurrir a una reformulación falaz o una
versión confusa de alguna de las ideas de Milton Friedman, Ayn Rand, F.
A. Hayek o Adam Smith, que exponen sin citar la obra correspondiente.

Tomemos un ejemplo actual y notorio: Michael Sandel, profesor


de Harvard, se propuso refutar la justificación del capitalismo de
libre mercado en su libro Justice: What’s the Right Thing to Do?, de
reciente publicación; además de Nozick, citó a Friedman y Hayek,
pero dejó en claro que no los había leído. Citó la siguiente pregunta
de Friedman: “¿Tenemos derecho a utilizar la coerción para impedirle
[a alguien que no quiere ahorrar para su jubilación] hacer aquello que
quiere?”.24 Pero omitió señalar que, en el párrafo siguiente, Friedman
brindaba motivos que justifican esa coerción25 y afirmaba que: “Es
evidente que el peso de este argumento depende de la situación”26
(Friedman estaba invocando el clásico principio liberal de “presun-
ción de libertad”,27 no haciendo una declaración categórica sobre los
derechos, como incorrectamente pretende Sandel). Sandel afirma
también que en “The Constitution of Liberty (1960), el economista
y filósofo austríaco Friedrich A. Hayek (1899-1992) sostenía que
‘cualquier intento de generar una mayor igualdad económica sería

23  Se trata de una actitud particularmente frecuente entre los filósofos, tal vez el más triste de los cuales
haya sido el fallecido G. A. Cohen, que dedicó gran parte de su trayectoria intelectual a intentar refutar,
sin éxito, un experimento de pensamiento de Nozick. Véanse citas a los artículos de Cohen y una
demostración del fracaso de su crítica en “G. A. Cohen on Self-Ownership, Property, and Equality”,
en Realizing Freedom, págs. 139-54.
24 Citado en Michael Sandel, Justice: What’s the Right Thing to Do? (Nueva York: Farrar, Straus, and
Giroux, 2009), pág. 61.
25 Milton Friedman, Capitalism and Freedom (Chicago: University of Chicago Press, 1962), pág. 188: “Una
posible justificación de la compra compulsiva de anualidades basada en los principios liberales es
que el poco previsor no sufrirá las consecuencias de sus actos, sino que impondrá los costos a los
demás. Se ha dicho que no debemos estar dispuestos a ver al anciano indigente sufrir en la pobreza
extrema. Debemos asistirlo por medio de la caridad pública y privada. Por lo tanto, el hombre que
no se prepara para la vejez se convertirá en una carga pública. Obligarlo a comprar una anualidad se
justifica no por su propio bien, sino por el nuestro”.
26  Milton Friedman, Capitalism and Freedom (Chicago: University of Chicago Press, 1962), pág. 188.
27  Véase una explicación en Anthony de Jasay, “Liberalism, Loose or Strict”, Independent Review, tomo
IX, n. 3, edición de invierno de 2005), págs. 427-32.

33
La moralidad del capitalismo

necesariamente coercitivo y destructivo para una sociedad libre’”,


algo que Hayek no dice; lo que sí sostiene es que “el impuesto sobre
la renta progresivo” (en el cual las tasas impositivas aumentan con el
ingreso) es incompatible con el Estado de derecho, pues “a diferencia
de la proporcionalidad, la progresividad no nos ofrece ningún principio
que nos indique cuál debe ser la carga relativa de distintas personas”,28
pero eso no es lo mismo que declarar que cualquier intento de generar
una mayor igualdad económica (por ejemplo, eliminando subsidios
y privilegios especiales para los ricos) es necesariamente coercitivo.
(La afirmación errónea de Sandel y su descripción demuestran que
el autor ni siquiera se molestó en consultar el libro de Hayek; uno
se pregunta si habría descrito Una investigación sobre la naturaleza
y causas de la riqueza de las naciones de Adam Smith como un libro
sobre cómo producir alfileres).

Las personas serias deberían hacer las cosas mejor. Recomiendo


de manera enérgica al lector de este ensayo y este libro, hacer las
cosas mejor. Lea las mejores críticas del capitalismo de libre mercado.
Lea a Marx. Lea a Sombart. Lea a Rawls. Lea a Sandel. Entiéndalos.
Permítase que ellos lo convenzan. Reflexione sobre ellos. He leído
más argumentos en contra del capitalismo de libre mercado que la
mayoría de enemigos del capitalismo de libre mercado, y creo que
muchas veces podría exponer sus razones mejor que ellos, porque
las conozco mejor. Lo que se ofrece aquí es el otro lado del debate,
el lado cuya existencia misma suele pasarse por alto.

Así que adelante, arriésguese. Luche con los argumentos que


ofrecen los ensayos de este libro. Reflexione sobre ellos. Y luego
forme su propia opinión.

Washington D.C.

28  F. A. Hayek, The Constitution of Liberty (Chicago: University of Chicago Press, 1960), pág. 313.

34
La moralidad del capitalismo

PRIMERA PARTE

Las Virtudes
del Capitalismo
Emprendedor

35
La moralidad del capitalismo

36
La moralidad del capitalismo

ENTREVISTA A UN EMPRENDEDOR
TOM G. PALMER ENTREVISTA
A JOHN MACKEY

En esta entrevista, John Mackey, empresario, cofundador y


co-CEO de Whole Foods, explica su filosofía del “capitalismo
con conciencia” y expone sus pensamientos sobre la natura-
leza y la motivación humana, el carácter de la vida empre-
sarial y la distinción entre “capitalismo de libre mercado” y
“capitalismo de compinches”.

John Mackey participó en la fundación de Whole Foods Mar-


ket en 1980. Está a la vanguardia de la promoción de una
alimentación sana, el trato ético de los animales y la partici-
pación comunitaria positiva de las empresas. Es miembro del
consejo del Conscious Capitalism Institute.

37
La moralidad del capitalismo

Palmer: John, eres una rara avis del mundo empresarial: un empren-
dedor al que no le avergüenza defender la moralidad del capitalismo.
También se te conoce por afirmar que el interés propio no es suficiente
para el capitalismo. ¿A qué te refieres con eso?

Mackey: Basar todo en el interés propio implica valerse de una teoría


muy incompleta de la naturaleza humana. Me recuerda a los debates
en la universidad con personas que argumentaban que todo lo que
uno hace racionalmente es por interés propio pues de lo contrario
no lo haría. Es una postura irrefutable y en última instancia sin sen-
tido, dado que, aunque uno realice cosas que no estén basadas en el
propio interés, ellos afirman que sí lo están, porque de lo contrario
uno no las haría. Es un argumento circular.

Palmer: ¿En qué sentido crees que otras motivaciones, además del
interés propio, son importantes para el capitalismo?

Mackey: No me gusta esa pregunta, porque las personas tienen


distintas definiciones del interés propio y uno termina sin enten-
derse con el otro cuando se trata este tema. Por eso mencionaba los
debates sofistas que se dan en la universidad acerca de que todo es
propio interés. Sostengo que los seres humanos somos complejos y
tenemos muchas motivaciones distintas. El propio interés es una de
ellas pero de ningún modo es la única. Nos motivan muchas cosas
que nos importan, lo cual incluye pero no se limita a nuestro propio
interés. En algún sentido creo que el movimiento libertario —quizá a
causa de la influencia de Ayn Rand y muchos economistas— ha llegado
a un callejón ideológico sin salida que, en mi opinión, no hace justicia
al mundo de los negocios, al capitalismo ni a la naturaleza humana.

Si reflexionamos, cuando somos jóvenes y emocionalmente


inmaduros es probablemente la época de la vida en que más actua-
mos por interés propio. La mayoría de los niños y adolescentes son
egocéntricos o narcisistas. Actúan de acuerdo con su interés propio
tal como lo perciben. A medida que maduramos y crecemos, nos
hacemos más capaces de sentir empatía, compasión y amor, y un
abanico más amplio de emociones humanas. Las personas hacen

38
La moralidad del capitalismo

cosas por muchísimos motivos distintos. Suele establecerse una falsa


dicotomía entre el interés propio o el egoísmo y el altruismo. Para mí,
es una dicotomía falsa, porque es evidente que somos las dos cosas.
Actuamos por interés propio pero no solo por interés propio. También
nos importan otras personas. Suele importarnos mucho el bienestar
de nuestra familia; así como nuestra comunidad y la sociedad en la
que vivimos. También puede importarnos el bienestar de los animales
y el medio ambiente. Tenemos ideales que nos motivan a intentar
hacer un mundo mejor. Por definición estricta, esas motivaciones
parecerían contradecir el interés propio, a menos que volvamos a
meternos en el argumento circular de que todo lo que nos importa
y lo que queremos hacer es en pos del interés propio.

Por eso no creo que el interés propio sea suficiente. No creo que
afirmar que todos nuestros actos sean por interés propio sea una
buena teoría de la naturaleza humana. Creo que el capitalismo y el
mundo de los negocios deberían reflejar plenamente la complejidad de
la naturaleza humana. Y también considero que esa idea hace mucho
daño a las “marcas” de las empresas y al capitalismo, porque permite
a los enemigos del capitalismo y de los negocios describirlos como
egoístas, codiciosos y explotadores. Eso me molesta mucho, Tom,
porque el capitalismo y la actividad empresarial son las fuerzas más
poderosas del bien en el mundo. Ha sido así por lo menos durante
los últimos trescientos años... y no se les atribuye el mérito que les
corresponde por el impresionante valor que crean.

Palmer: Además de procurar satisfacer su propio interés o generar


ganancias, ¿qué hacen las empresas?

Mackey: En líneas generales, las empresas exitosas crean valor. Lo


estupendo del capitalismo es que, en última instancia, se basa en el
intercambio voluntario para beneficio mutuo. Por ejemplo, veamos
el caso de una empresa como Whole Foods Market: creamos valor
para nuestros clientes a través de los bienes y servicios que les
proveemos. No están obligados a comerciar con nosotros; lo hacen
porque quieren, porque consideran que les conviene. Es decir, crea-

39
La moralidad del capitalismo

mos valor para ellos. Creamos valor para las personas que trabajan
con nosotros: los miembros de nuestro equipo. No tenemos ningún
esclavo. Todos trabajan voluntariamente porque es un trabajo que
quieren hacer; la paga es satisfactoria; obtienen muchos beneficios
por trabajar en Whole Foods, tanto psíquicos como monetarios. Es
decir, creamos valor para ellos. Estamos creando valor para nues-
tros inversores, porque, bueno, nuestra capitalización de mercado
es de más de 10.000 millones de dólares, ¡y empezamos de cero!
Es decir que creamos más de 10.000 millones de dólares de valor
para nuestros inversores en algo más de treinta años. Ninguno de
nuestros inversores está obligado a tener acciones nuestras. Todos
lo hacen voluntariamente porque consideran que creamos valor para
ellos. Creamos valor para nuestros proveedores, que comercian con
nosotros. Lo vi con el correr de los años, vi crecer sus empresas, los
vi florecer, y todo eso discurrió de manera voluntaria. Ellos ayudan
a que Whole Foods sea mejor y nosotros los ayudamos a ellos a ser
mejores.

Palmer: Has denominado a tu filosofía “capitalismo con conciencia”.


¿Qué quieres decir con eso?

Mackey: Usamos ese término para distinguirlo de las demás deno-


minaciones que generan mucha confusión cuando se amontonan,
como “responsabilidad social corporativa” y el “capitalismo creativo”
o “capitalismo sustentable” de Bill Gates. Nosotros tenemos una
definición muy clara del capitalismo con conciencia, que se basa
en cuatro principios.

El primer principio es que la actividad empresarial tiene la capa-


cidad de aspirar a un objetivo trascendental, que podría ser ganar
dinero, pero no se limita únicamente a ello. Todas las empresas pueden
tener un propósito más trascendental. Si te fijas, todas las demás
profesiones de nuestra sociedad están motivadas por propósitos, algo
que supera la interpretación estrecha de propósito como la maximi-
zación de las ganancias. Los médicos son unos de los profesionales
mejor remunerados de nuestra sociedad y, sin embargo, tienen un
propósito —curar a las personas— y esa es la ética profesional que

40
La moralidad del capitalismo

se les enseña en su formación. Eso no significa que no haya médicos


codiciosos, pero a muchos de los que yo conozco, por lo menos, les
importan sinceramente sus pacientes y tratan de curarlos cuando
están enfermos. Los docentes educan, los arquitectos diseñan cons-
trucciones y los abogados —dejando de lado todos los chistes sobre
el tema— promueven la justicia y la equidad en nuestra sociedad.
Todas las profesiones tienen un propósito que excede el de maximizar
las ganancias, y lo mismo pasa con la actividad empresarial. Whole
Foods es un mercado de productos orgánicos; vendemos alimentos
naturales y orgánicos de alta calidad y ayudamos a las personas a
llevar una vida más larga y saludable.

Palmer: ¿Y el segundo principio?

Mackey: El segundo principio del capitalismo con conciencia es el


principio de las partes interesadas, al que aludí antes: que hay que pensar
en las distintas partes interesadas para las que crea valor la empresa y
que pueden afectarla. Hay que pensar en la complejidad de la empresa
para crear valor para todas esas partes interesadas interdependientes:
clientes, empleados, proveedores, inversores y comunidades.

El tercer principio es que la empresa necesita líderes sumamente


éticos, que den prioridad al fin de la empresa por encima de todo.
Que trabajen en pos de ese propósito y que sigan el principio de las
partes interesadas. Tienen que predicar con el ejemplo.

Y el cuarto principio del capitalismo con conciencia es que hay


que crear una cultura que sea capaz de sostener conjuntamente el
propósito de la empresa, a las partes interesadas y a los líderes, para
que todo encaje.

Palmer: ¿Esos principios te motivan en lo personal cuando te levan-


tas por la mañana? ¿Dices “Voy a ganar dinero” o “Voy a ser fiel a mis
principios esenciales”?

Mackey: Supongo que soy un poco extraño en ese sentido, porque


llevo casi cinco años sin cobrar un sueldo en Whole Foods. Ni boni-

41
La moralidad del capitalismo

ficaciones. Las opciones de compra de acciones que me correspon-


derían quedan en la Whole Planet Foundation y se usan para otorgar
microcréditos a las personas pobres de todo el mundo. Me motiva
mucho el propósito de Whole Foods, más que cuánto dinero podría
generar con la empresa como remuneración. Considero que tengo
más que suficiente riqueza con las acciones que todavía mantengo
en la empresa.

Palmer: Una vez más, ¿cómo defines ese fin?

Mackey: El propósito de Whole Foods es... bueno, si hubiera más


tiempo podríamos explayarnos sobre el objetivo trascendental de
Whole Foods. Hace unas dos semanas di una charla para nuestro
Grupo de Líderes. Lo que puedo decir más o menos en un minuto
es que nuestra empresa se organiza en torno a siete valores centra-
les. Nuestro primer valor central es satisfacer y deleitar a nuestros
clientes. Nuestro segundo valor básico es la felicidad y la excelencia
de los miembros de nuestro equipo. (Por cierto, todo esto está en
nuestro sitio web, porque nos gusta hacerlo público). El tercero es
crear riqueza a través de las ganancias y el crecimiento. El cuarto
es ser buenos ciudadanos en las comunidades donde operamos.
El quinto es procurar realizar nuestras actividades con integridad
ambiental. El sexto es que consideramos a nuestros proveedores
nuestros socios e intentamos plantear con ellos relaciones donde
ambos ganamos. Y el séptimo es que queremos educar a todas nuestras
partes interesadas en el estilo de vida y la alimentación saludables.
Nuestros fines trascendentales son una extensión directa de estos
propósitos centrales. Por ejemplo: intentar curar a los Estados Uni-
dos; tenemos un país gordo y enfermo, llevamos una dieta terrible y
morimos de enfermedades cardiovasculares, cáncer y diabetes. Son
enfermedades determinadas por el estilo de vida, en gran medida
evitables o reversibles, por esta razón ese es uno de nuestros obje-
tivos. Tenemos un propósito fundamental relacionado con nuestro
sistema agrícola: procurar que sea un sistema de agricultura más
sustentable y que al mismo tiempo sea muy productivo.

42
La moralidad del capitalismo

El tercer propósito fundamental se relaciona con nuestra Whole


Planet Foundation: trabajar con Grameen Trust y otras organizaciones
de microcrédito [nota del editor: Grameen Bank y Grameen Trust
promueven las microfinanzas en países pobres, en especial para
las mujeres, como camino hacia el desarrollo] a fin de ayudar
a poner fin a la pobreza en todo el mundo. Actualmente estamos en
34 países —serán 56 en dos años—, y ese trabajo ya tiene un impacto
positivo en cientos de miles de personas. Nuestro cuarto objetivo
trascendental es difundir el capitalismo con conciencia.

Palmer: Hablaste de los propósitos de una empresa. Entonces, ¿para


qué son las ganancias? ¿No es la empresa una organización que se
dedica a maximizar las ganancias? ¿No podría hacerse todo eso sin
tener ganancias? ¿No podría ganarse solo el dinero suficiente para
cubrir los costos?

Mackey: Una respuesta es que no sería muy efectivo, porque, si


solo ganas dinero suficiente para cubrir los costos, el impacto será
muy limitado. Hoy Whole Foods tiene un impacto mucho mayor
que hace treinta, veinte, quince o diez años. Gracias a que somos
una empresa altamente rentable y que podemos crecer y realizar
nuestros propósitos cada vez más y más, llegamos y ayudamos a
millones de personas en lugar de solamente a algunas miles. Por
eso creo que las ganancias son esenciales para cumplir mejor
con el propósito que uno tiene. Además, al generar ganancias se
genera el capital que necesita el mundo para innovar y progresar:
sin ganancias no hay progreso. Son completamente interdependientes.

Palmer: Pero si las ganancias van a parar a los bolsillos de tus accio-
nistas, ¿ayudan a realizar la misión tanto como podrían?

Mackey: Por supuesto que la mayor parte de nuestras ganancias


no va a parar a los bolsillos de nuestros accionistas. Solamente el
porcentaje relativamente pequeño que pagamos en dividendos va
al bolsillo de los accionistas. Más del 90% del dinero que ganamos
se reinvierte en la empresa para crecer. En términos estrictos, si
pagáramos el 100% de nuestras ganancias en dividendos, tendrías

43
La moralidad del capitalismo

razón, pero no sé si hay alguna empresa que haga eso, aparte de las
sociedades de inversión inmobiliaria. Todos los demás reinvierten
para crecer. Además, las ganancias que reciben los accionistas son
las que los inducen a invertir en la empresa, algo imprescindible para
contar con capital que permita realizar los propósitos trascendenta-
les. La capacidad de incrementar el valor del capital de una empresa
significa tener la capacidad de crear valor, y una buena medida de
eso es el precio de las acciones. A eso me refería cuando decía que
en los últimos treinta y algo de años creamos más de 10.000 millones
de dólares en valor.

Palmer: A veces las personas dicen que el libre mercado genera


desigualdad. ¿Qué piensas de esa idea?

Mackey: Que no es cierto. La pobreza extrema ha sido la condición


humana normal de la mayoría de las personas en toda la historia.
Todos los seres humanos eran igualmente pobres y vivían pocos
años. Hace 200 años, el 85% de las personas que vivían en el planeta
tenía un ingreso diario de menos de un dólar en dólares actuales. ¡El
85%! Hoy esa cifra bajó a apenas el 20% y, cuando termine este siglo,
debería ser prácticamente el 0%. Es decir, la tendencia es positiva.
El mundo se está enriqueciendo. Las personas salen de la pobreza.
La humanidad avanza de verdad. Nuestra cultura avanza. Nuestra
inteligencia avanza. Estamos en una espiral ascendente, si es que
logramos no autodestruirnos, que sin duda es un riesgo, porque las
personas también pueden ser belicosas a veces. Y, por cierto, ese es
uno de los motivos por los que deberíamos promover la actividad
de las empresas, los negocios y la creación de riqueza como un
canal de desahogo de energía más saludable que el militarismo, el
conflicto político y la destrucción de riqueza. Pero ese es otro tema.

Entonces, ¿esto aumenta la desigualdad? Supongo que no es


tanto que el capitalismo cree desigualdad como que ayuda a las
personas a ser más prósperas. Inevitablemente, eso significa que no
todos progresarán al mismo ritmo, pero en última instancia todos
terminan por mejorar su situación. Ya hemos visto eso, sobre todo
en los últimos veinte años, cuando literalmente cientos de millones

44
La moralidad del capitalismo

de personas salieron de la pobreza en China e India gracias al avance


del capitalismo. La realidad es que algunas personas sencillamente
escapan de la pobreza y se vuelven prósperas más rápido que otras.
Eso no es provocar pobreza, es ponerle fin. No genera desigualdad en
el sentido en el que la mayoría de las personas entienden este término.
A lo largo de la historia, siempre hubo desigualdad en todos los tipos
de organizaciones sociales. Hasta el comunismo, que se suponía que
generaría una sociedad con igualdad de riqueza, estaba sumamente
estratificado y tenía élites con privilegios especiales. Así que no veo
que haya que echarle la culpa de la desigualdad al capitalismo. El
capitalismo les permite a las personas escapar de la pobreza y ser
más prósperas y ricas, y eso es muy positivo. Eso es en lo que nos
deberíamos concentrar.

La gran brecha que hay en el mundo es la que existe entre los


países que adoptaron el capitalismo de libre mercado y se enrique-
cieron, y los que no lo hicieron y permanecieron pobres. El problema
no es que algunos se hayan enriquecido sino que otros hayan seguido
siendo pobres. ¡Y eso no tiene porqué ser así!

Palmer: Hiciste una distinción entre el capitalismo de libre mercado


y otros sistemas en los que las personas también generan ganancias y
tienen empresas, pero que suelen describirse como “capitalismo de
compinches”. ¿Qué diferencia hay entre tu visión moral y lo que hay
en muchos países del mundo?

Mackey: Tiene que haber Estado de derecho. Las personas tienen


que contar con reglas que se apliquen a todos por igual y que se hagan
cumplir mediante un sistema judicial que tenga conscientemente
este objetivo como prioridad. La aplicación igualitaria de la ley tiene
que ser la meta principal, no puede haber privilegios especiales para
algunos. Lo que ocurre en muchas sociedades, y creo que cada vez
más en los Estados Unidos, es que se conceden favores a personas
que tienen contactos políticos. Eso es incorrecto. Está mal. Cuando
una sociedad padece el capitalismo de compinches, o lo que mi
amigo Michael Strong llama “crapitalism”, deja de ser una sociedad
de libre mercado y no optimiza la prosperidad; hace que muchas,

45
La moralidad del capitalismo

muchas personas sigan siendo innecesariamente menos prósperas


de lo que serían en un verdadero orden de libre mercado apoyado
en el Estado de derecho.

Palmer: ¿Qué pasa en el país en el que vives, los Estados Unidos?


¿Crees que hay capitalismo de compinches?

Mackey: Te daré mi ejemplo actual preferido. En realidad tengo dos.


Uno es que actualmente tenemos más de mil exenciones que ha
otorgado la administración Obama para sus regulaciones bajo la ley
de reforma de salud (Obamacare). Esa es una forma de capitalismo de
compinches. Las normas no se aplican a todos por igual. Y el poder
de otorgar una exención también es el poder de denegarla. Y se la
puede denegar a quienes no hacen donaciones adecuadas al partido
político en el poder o que, por algún motivo, no son de su agrado. Es
un derecho arbitrario que se puede aplicar selectivamente a algunos
sí y a otros no.

El otro es que veo al capitalismo de compinches en todos esos


subsidios que se están asignando a la “tecnología ecológica”, por
ejemplo. Se están subsidiando algunas empresas y, en última instan-
cia, puesto que el gobierno no tiene dinero propio, lo hace con dinero
de los contribuyentes que redistribuye entre personas que cuentan
con su favor político. Veo lo que está pasando con General Electric,
en términos de los tipos de impuestos que están pagando, con todas
las exenciones y deducciones especiales que se están incluyendo en las
leyes tributarias. Y como están orientándose tanto a esas tecnologías
de energía alternativa, o a algunas de ellas, están llegando al punto en
el que casi no pagan impuestos sobre su ingreso, solo porque tienen
contactos políticos. Eso me ofende. Me parece muy mal.

Palmer: ¿Dirías que es inmoral?

Mackey: Sí, así es...Bueno, yo lo llamaría inmoral. Pero eso te obliga


a definir qué es la inmoralidad. Sin duda, esto es algo que viola mi
ética y mi sentido del bien y el mal. Si viola la ética de otras perso-
nas o no, es algo más difícil de determinar. A mí no me gusta. Me

46
La moralidad del capitalismo

opongo. No es compatible con mi idea de cómo debería gobernarse


la sociedad. Son cosas que no deberían ocurrir en una sociedad con
un Estado de derecho fuerte.

Palmer: ¿Quiénes crees que son los que más ganan con el capitalismo
de libre mercado que propugnas?

Mackey: ¡Todos! Todos los miembros de la sociedad son beneficiarios.


Es lo que sacó a gran parte de la humanidad de la pobreza. Es lo que
hizo rico a este país. Éramos tremendamente pobres. Los Estados
Unidos era una tierra de oportunidades pero no era un país rico. No
es un país perfecto, pero gozó de uno de los mercados más libres del
mundo durante un par de siglos y, como resultado, pasamos de ser
muy pobres a ser un país próspero, auténticamente rico.

Palmer: En su libro Bourgeois Dignity, Deirdre McCloskey sostiene que


un cambio en el modo en que las personas pensaban en la actividad
empresarial y en la innovación emprendedora fue lo que posibilitó la
prosperidad de las personas. ¿Crees que podemos recuperar ese respeto
por la empresa creadora de riqueza?

Mackey: Creo que sí, porque vi lo que pasó cuando Ronald Reagan
ganó las elecciones. En los años setenta, los Estados Unidos estaban
en decadencia, de eso no hay duda; fíjate qué pasaba con la inflación,
dónde estaban las tasas de interés, adónde se dirigía el producto interno
bruto (PIB), la frecuencia de las recesiones, sufríamos una “estanflación”
que dejaba al descubierto las profundas fallas de la filosofía keyne-
siana. Y entonces llegó un líder que recortó los impuestos y liberó un
montón de industrias por medio de la desregulación, y Estados Unidos
experimentó un renacimiento, un volver a nacer, que nos impulsó en
los últimos veinticinco años o más. En líneas generales, transitamos
una espiral ascendente de crecimiento y progreso. Por desgracia, úl-
timamente volvimos a retroceder, por lo menos unos pasos. Primero,
bueno, podría culpar a todos y cada uno de estos presidentes y políti-
cos, y Reagan mismo distaba de ser perfecto, pero últimamente Bush
aceleró mucho ese retroceso y, ahora, Obama está yendo mucho más
allá en esa dirección que ningún otro presidente anterior.

47
La moralidad del capitalismo

Pero ya sabes: soy emprendedor, por lo tanto soy un optimista.


Pienso que es posible revertir la tendencia. No creo que estemos
en una decadencia irreversible aún, pero sí creo que muy pronto
tendremos que hacer algunos cambios profundos. Para empezar,
vamos a la quiebra. A menos que estemos dispuestos a tomarnos
eso en serio y a enfrentar el problema sin aumentar los impuestos y
ahogar la actividad empresarial de los Estados Unidos, la decadencia
me parece inevitable. ¡Pero por ahora tengo esperanzas!

Palmer: ¿Crees que el capitalismo genera conformismo hacia la


homogenización o genera espacio para la diversidad? Pienso en las
personas que prefieren comidas kosher o halal, o en las minorías reli-
giosas, culturales o sexuales.

Mackey: El hecho de que hayas podido listar esas cosas casi responde
tu pregunta. En definitiva, el capitalismo no es más que personas que
cooperan entre sí para crear valor para otras personas y para ellas
mismas. Eso es el capitalismo. Claro que también está el elemento del
interés propio. La clave es poder crear valor por medio de la coope-
ración y hacerlo tanto para uno como para los demás. Y eso permite
una diversidad de esfuerzo productivo, porque los seres humanos
somos muy diversos en nuestras necesidades y deseos. El capitalismo,
la cooperación en el mercado, apuntan a satisfacer esas necesidades
y deseos. Eso crea un enorme espacio para la individualidad. En una
sociedad autoritaria, un grupo con algún interés especial, ya sea
una jerarquía religiosa o un grupo de intelectuales universitarios o
unos fanáticos que creen saber lo que es mejor para todos, pueden
imponer sus valores a todos. Pueden dictaminar cómo deben vivir
los demás. En una sociedad capitalista, hay mucho más espacio para
la individualidad. Hay espacio para que crezcan y florezcan millones
de flores, sencillamente porque el florecimiento humano es el fin
último del capitalismo, su creación más grandiosa.

Palmer: ¿Cuál es tu visión de un futuro justo, emprendedor y próspero?

Mackey: Lo primero que quisiera es que los defensores del capita-


lismo empezaran a entender que la estrategia que vienen usando les

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La moralidad del capitalismo

va como anillo al dedo a sus oponentes. Cedieron el territorio moral


y permitieron que los enemigos del capitalismo lo pintaran como
un sistema explotador, codicioso y egoísta que genera desigualdad,
explota a los trabajadores, defrauda a los consumidores, destruye el
medio ambiente y desgasta la comunidad. Los defensores del capi-
talismo no saben cómo responder a eso porque ya cedieron mucho
territorio a sus críticos. Lo que deben hacer es superar su obsesión
con el interés propio y empezar a ver el valor que crea el capitalismo,
no solo para los inversores —aunque ese valor también existe, por
supuesto—, sino para todas las personas que comercian con empre-
sas: crea valor para los clientes; crea valor para los trabajadores; crea
valor para los proveedores; crea valor para la sociedad como un todo;
crea valor para el gobierno. ¿Dónde estaría nuestro gobierno sin un
fuerte sector empresarial que creara empleos e ingreso y riqueza que
luego el gobierno puede gravar? Y que quede claro que esa parte no
siempre me entusiasma.

El capitalismo es una fuente de valor. Es el vehículo más asom-


broso para la cooperación social que haya existido jamás. Esta es la
historia que debemos contar. Debemos cambiar el relato. Desde el
punto de vista ético, debemos cambiar el relato del capitalismo para
demostrar que se trata de crear valor común, no para unos pocos
sino para todos. Si las personas pudieran verlo como yo, amarían al
capitalismo como lo amo yo.

Palmer: Agradezco tu tiempo.

Mackey: Un placer, Tom.

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La moralidad del capitalismo

50
La moralidad del capitalismo

LA LIBERTAD Y LA DIGNIDAD
EXPLICAN EL MUNDO MODERNO
POR DEIRDRE N. MCCLOSKEY

En este ensayo, la historiadora económica y crítica social


Deirdre McCloskey argumenta que el crecimiento del capita-
lismo moderno y el mundo que este hizo posible no pueden
explicarse satisfactoriamente a partir de “factores materiales”,
algo que generaciones de historiadores intentaron hacer. Fue
el cambio en la forma en la que la gente pensaba acerca de los
negocios, el intercambio, la innovación y las ganancias lo que
creó el capitalismo moderno y liberó a las mujeres, a los homo-
sexuales, a los disidentes religiosos y a las masas hasta enton-
ces oprimidas, cuyas vidas eran brutales, dolorosas y breves,
antes de la invención y la comercialización de la agricultura
moderna, la medicina, la electricidad y los demás accesorios
de la vida capitalista moderna.

Deirdre N. McCloskey es profesora de economía, historia, in-


glés y comunicación en la Universidad de Illinois, en Chicago.
Es la autora de trece libros sobre economía, historia econó-
mica, estadística, retórica y literatura, además de un libro
de memorias, titulado Crossing. Fue coeditora del Journal of
Economic History y ha publicado en numerosas oportunida-
des en publicaciones académicas.

51
La moralidad del capitalismo

Fue el cambio en la forma en que las personas honraban los


mercados y la innovación lo que dio origen a la Revolución Industrial
y, posteriormente, al mundo moderno. La antigua visión convencional,
en cambio, no contempla actitudes sobre el comercio o la innovación
ni tiene espacio para el pensamiento liberal. La vieja teoría materialista
sostiene que la Revolución Industrial fue el resultado de causas
materiales, como la inversión, el robo, las mayores tasas de ahorro
o el imperialismo. Todos conocemos la teoría: “Europa es rica por
sus imperios”; “Estados Unidos se construyó sobre las espaldas de
los esclavos”; “China se está enriqueciendo gracias al comercio”.

Pero, ¿qué tal si la Revolución Industrial fue impulsada, en cambio,


por las modificaciones en la forma de pensar de las personas y, en
especial, en cómo pensaban acerca de los demás? ¿Y si suponemos
que los motores a vapor y las computadoras fueron el resultado de
una nueva manera de honrar a los innovadores, y no de apilar ladrillos
sobre ladrillos o africanos muertos sobre africanos muertos?

Los economistas y los historiadores están comenzando a tomar


consciencia de que se necesitó más, mucho más, que el robo o la
acumulación de capitales para activar la Revolución Industrial: se
necesitó un cambio drástico en la forma en la que los occidentales
pensaban sobre el comercio y la innovación. La “destrucción creativa”
tuvo que empezar a gustarle a las personas, la idea nueva que reemplaza
a la vieja. Pasa lo mismo con la música: un nuevo grupo tiene una
idea nueva en el ámbito del rock, y esa idea reemplaza a la idea vieja
si es adoptada libremente por una cantidad suficiente de personas.
Si la música vieja se considera peor que la nueva, es “destruida” por
la creatividad. De la misma manera, las luces eléctricas “destruyeron”
las lámparas de queroseno, y las computadoras “destruyeron” las
máquinas de escribir. Todo para beneficio nuestro.

La historia correcta es así: hasta que los holandeses,


aproximadamente en 1600, o los ingleses, aproximadamente en
1700, cambiaron su forma de pensar, había dos maneras de conseguir
reconocimiento: ser un soldado o ser un sacerdote, en el castillo o en
la iglesia. Las personas que se limitaban a comprar y vender cosas

52
La moralidad del capitalismo

para vivir, o aquellas que innovaban, recibían el escarnio público


como tramposos pecaminosos. Un carcelero en el siglo XIII rechazó
la súplica de piedad de un hombre rico: “Vamos, Señor Arnaud
Teisseire, ¡usted se revuelca en la opulencia! ¿Cómo es posible que
no tenga pecado?”.

En 1800, el ingreso promedio por persona por día en todo el planeta


era, en dinero actual, de entre un dólar y cinco dólares. Supongamos
un promedio de tres dólares por día. Imaginemos cómo sería vivir
en Río o en Atenas o en Johannesburgo en la actualidad con tres
dólares por día (algunas personas lo hacen). Es el equivalente a tres
cuartas partes del precio de un capuccino en Starbucks. Era y sigue
siendo una desgracia.

Luego, algo cambió, primero en Holanda y luego en Inglaterra.


Las revoluciones y los movimientos de reforma de Europa, desde
1517 hasta 1789, dieron voz a personas comunes que no eran ni
obispos ni aristócratas. Los europeos y luego personas de otras partes
comenzaron a admirar a emprendedores como Ben Franklin, Andrew
Carnegie y Bill Gates. La clase media comenzó a ser vista como algo
bueno, y también se le permitió realizar cosas positivas y prosperar.
Las personas firmaron un Contrato de Clase Media que caracteriza a
lugares actualmente ricos como Gran Bretaña, Suecia o Hong Kong,
desde entonces: “Permítanme innovar y ganar montañas de dinero en
el corto plazo con mi innovación, y en el largo plazo los haré ricos”.

Y eso fue lo que ocurrió. A partir del siglo XVIII con el pararrayos
de Franklin y el motor a vapor de Watts, y potenciándose en el siglo
XIX y aún más en el siglo actual, Occidente, que durante siglos había
estado rezagado respecto de China y del mundo islámico, pasó a ser
sorprendentemente innovador.

La clase media recibió dignidad y libertad por primera vez en la


historia humana, y el resultado fue el siguiente: el motor a vapor, el
telar textil automático, la línea de montaje, la orquesta sinfónica,
el ferrocarril, la industria, el abolicionismo, la prensa a vapor, el
papel barato, la alfabetización generalizada, el acero barato, el vidrio

53
La moralidad del capitalismo

barato, la universidad moderna, el periódico moderno, el agua potable,


el hormigón reforzado, el movimiento feminista, la luz eléctrica, el
ascensor, el automóvil, el petróleo, las vacaciones en Yellowstone,
el plástico, medio millón de libros nuevos publicados en inglés por
año, el maíz híbrido, la penicilina, el aeroplano, el aire urbano limpio,
los derechos civiles, las cirugías a corazón abierto y la computadora.

El resultado fue que, por única vez en la historia, la gente común (y,
en especial, los muy pobres) vio su situación muy mejorada: recordemos
el Contrato de Clase Media. El 5% más pobre de los estadounidenses
tiene actualmente el mismo nivel de bienestar, en términos de aire
acondicionado y automóviles, que el 5% más rico de India.

Estamos frente al mismo proceso de cambio en China y en India,


que representan el 40% de la población mundial. La gran historia
económica de nuestra época no es la Gran Recesión de 2007-09, por
desagradable que haya sido. La gran historia es que China, en 1978, e
India, en 1991, adoptaron ideas liberales en sus economías y le dieron
la bienvenida a la destrucción creativa. En la actualidad, los bienes y
servicios per cápita de esos países se cuadruplican en cada generación.

En el presente, en los muchos lugares que han adoptado libertad


y dignidad para la clase media, una persona promedio produce y
consume más de cien dólares por día. Recordemos: hace dos siglos,
esa cifra era de tres dólares, con los precios actuales. Y no estamos
teniendo en cuenta la gran mejora en la calidad de muchas cosas,
desde la luz eléctrica hasta los antibióticos. Los jóvenes de Japón,
Noruega e Italia están, incluso según estimaciones conservadoras,
en una situación aproximadamente treinta veces mejor, en términos
materiales, que sus tátara-tátara-tátara-tátara-tátara-abuelos. Todos
los demás avances hacia el mundo moderno —más democracia, la
liberación de la mujer, la mejora en la expectativa de vida, el aumento
de la educación, el crecimiento espiritual y la explosión artística—
están estrechamente vinculados con el Gran Suceso de la historia
moderna: un incremento del dos mil novecientos porciento en
alimentos, educación y transporte.

54
La moralidad del capitalismo

El Gran Suceso es tan grande, tan inédito, que es imposible pensar


que es producto de causas rutinarias como el comercio o la explotación
o la inversión o el imperialismo. Eso es lo que los economistas pueden
explicar satisfactoriamente: la rutina. Sin embargo, todas las rutinas
se registraron en gran escala en China y en el Imperio Otomano y en
Roma y en Asia meridional. La esclavitud era moneda corriente en
Medio Oriente, el comercio era muy importante en India, la inversión
en canales en China y en caminos en Roma era inmensa. Sin embargo,
el Gran Suceso no llegó entonces. Claramente hay algo muy erróneo
en las explicaciones económicas habituales.

En otras palabras, depender exclusivamente del materialismo


económico para explicar el mundo moderno, así sea materialismo
histórico de izquierda o economía de derecha, es un error. La clave
está en las ideas de dignidad y libertad humanas. En palabras del
historiador económico Joel Mokyr: “El cambio económico en todos
los períodos depende, más de lo que la mayoría de los economistas
imagina, en lo que las personas piensan”. Los enormes cambios
materiales fueron el resultado, no la causa. Fueron las ideas, o la
“retórica”, las que permitieron nuestro enriquecimiento y, con ese
enriquecimiento, que gozáramos de nuestras libertades modernas.

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La moralidad del capitalismo

56
La moralidad del capitalismo

COMPETENCIA Y COOPERACIÓN
POR DAVID BOAZ

En este ensayo, David Boaz, académico y vicepresidente eje-


cutivo de un instituto de políticas públicas, expone la relación
entre la competencia y la cooperación, que suelen presentar-
se como alternativas opuestas: una sociedad se organiza de
acuerdo con uno de esos principios o bien con el otro. Por el
contrario, según explica Boaz, en los sistemas económicos ca-
pitalistas se compite a fin de cooperar con los demás.

David Boaz es vicepresidente ejecutivo del Cato Institute y


asesor de Students For Liberty. Es autor de Libertarianism: A
Primer y editor de otros quince libros, entre ellos The Liberta-
rian Reader: Classic and Contemporary Writings from Lao Tzu
to Milton Friedman. Ha escrito para periódicos como el New
York Times, el Wall Street Journal y el Washington Post, es
comentarista frecuente de radio y televisión, y escribe blogs
de manera periódica para Cato@Liberty, The Guardian, The
Australian y la Enciclopedia Británica.

57
La moralidad del capitalismo

Los defensores del proceso de mercado suelen destacar las ventajas


de la competencia. El proceso competitivo permite la constante puesta
a prueba, experimentación y adaptación en respuesta a situaciones
cambiantes. Mantiene a las empresas siempre alerta para atender
a los consumidores. Tanto desde el punto de vista analítico como
empírico, se observa que los sistemas competitivos producen mejores
resultados que los sistemas centralizados o monopolísticos. Por eso
es que en libros, artículos de prensa y apariciones en televisión, los
partidarios del libre mercado subrayan la importancia del mercado
competitivo y se oponen a las restricciones a la competencia.

Pero son muchos los que, cuando escuchan elogios a la competen-


cia, oyen palabras como ‘hostil’, ‘feroz’ o ‘despiadada’. Se preguntan
si no sería mejor la cooperación en lugar de la postura antagonista
para con el mundo. El inversor multimillonario George Soros, por
ejemplo, escribe en el Atlantic Monthly: “Mucha competencia y
muy poca cooperación pueden causar una inequidad e inestabilidad
intolerables”. Agrega que su “principal argumento (...) es que la co-
operación forma parte del sistema tanto como la competencia, y la
frase ‘la supervivencia del más apto’ tergiversa este hecho”.

Cabe mencionar que la frase “la supervivencia del más apto” es


rara vez usada por los partidarios de la libertad y del libre mercado.
Se acuñó para describir el proceso de la evolución biológica y para
referirse a la supervivencia de los rasgos mejor adaptados al entorno;
bien podría aplicarse a la competencia empresarial en el mercado, pero
ciertamente no con la intención de implicar la supervivencia solo de
los individuos más aptos en un sistema capitalista. No son los amigos
sino los enemigos del proceso de mercado los que emplean la frase “la
supervivencia del más apto” para describir la competencia económica.

Es necesario aclarar que aquellos que afirman que los seres humanos
“están hechos para cooperar, no para competir” no comprenden de manera
cabal que el mercado es cooperación. De hecho, como se expone a continua-
ción: el mercado es el conjunto de personas que compiten para cooperar.

58
La moralidad del capitalismo

Individualismo y comunidad
De igual manera, los opositores al liberalismo clásico se han
apresurado a acusar a los liberales de favorecer un individualismo
“atomístico”, en el que cada persona es una isla en sí misma, que solo
busca su propio beneficio sin considerar las necesidades o deseos
ajenos. E. J. Dionne, Jr., del Washington Post, ha escrito que los li-
bertarios modernos creen que “los individuos vienen al mundo como
adultos plenamente formados que deben hacerse responsables de
sus acciones desde el momento en que nacen”. El columnista Charles
Krauthammer señaló en una reseña del libro What It Means to Be
a Libertarian, de Charles Murray, que hasta la llegada de Murray la
visión libertaria era “una raza de individualistas ariscos, cada uno de
los cuales vivía en una cabaña en la cima de una montaña rodeada
de alambre de púas y con un cartel de ‘Prohibido pasar’”. No me
explico cómo omitió agregar “cada uno armado hasta los dientes”
en esa descripción.

Desde luego, nadie cree realmente en la clase de “individualismo


atomístico” que a los profesores y columnistas les gusta ridiculizar.
Es un hecho que vivimos juntos y trabajamos en grupos. No está
claro cómo se puede ser un individuo atomístico en nuestra com-
pleja sociedad moderna: ¿significaría comer solamente lo que uno
cultiva o cría, usar vestimenta hecha por uno mismo, vivir en una
casa construida por uno mismo, limitarse a medicamentos naturales
extraídos de las plantas? Algunos críticos del capitalismo o defenso-
res de la “vuelta a la naturaleza” —como el Unabomber, o Al Gore si
realmente creyera lo que escribió en La tierra en equilibrio— podrían
apoyar semejante proyecto. Pero pocos libertarios desearían mudarse
a una isla desierta y renunciar a los beneficios de lo que Adam Smith
llamó la Gran Sociedad, la sociedad compleja y productiva que la
interacción social hace posible. Podría pensarse, por lo tanto, que
cualquier periodista sensato se detendría, observaría las palabras
que ha escrito y pensaría: “Debo de haber tergiversado esta postura.
Debería ir a leer de nuevo a los autores libertarios”.

59
La moralidad del capitalismo

En nuestro tiempo esta falacia —sobre el aislamiento y la atomicidad


de las personas— ha resultado ser muy perjudicial para los partidarios
del proceso de mercado. Cabría aclarar que estamos de acuerdo con
George Soros en que “la cooperación forma parte del sistema tanto
como la competencia”. De hecho, consideramos la cooperación tan
esencial para la prosperidad humana que no deseamos únicamente
hablar de ella: deseamos crear instituciones sociales que la posibiliten.
De eso se tratan los derechos de propiedad, la intervención limitada
del gobierno y el Estado de derecho.

En una sociedad libre, los individuos gozan de derechos naturales


e imprescriptibles y deben cumplir sus obligaciones generales de
respetar los derechos de los demás individuos. Nuestras otras obli-
gaciones son las que elegimos asumir por contrato. No es casual que
una sociedad fundada en los derechos a la vida, a la libertad y a la
propiedad también genere paz social y bienestar material. Como lo
demuestran John Locke, David Hume y otros filósofos del liberalismo
clásico, necesitamos un sistema de derechos que produzca coopera-
ción social, sin lo cual las personas no pueden hacer mucho. Hume
sostuvo en su Tratado de la naturaleza humana que las circunstancias
con que nos enfrentamos los humanos son 1) el interés propio, 2)
nuestra generosidad necesariamente limitada para con los demás y
3) la escasez de recursos disponibles para satisfacer nuestras necesi-
dades. Dadas esas circunstancias, es necesario que cooperemos con
otros y que tengamos normas de justicia —en especial relativas a la
propiedad y al intercambio— que definan cómo hacerlo. Esas reglas
establecen quién tiene derecho a decidir cómo utilizar una porción
de propiedad. Si no hubiera derechos de propiedad bien definidos,
nos encontraríamos en constante conflicto respecto de ese tema. Es
nuestro acuerdo sobre los derechos de propiedad lo que nos permite
llevar a cabo las complejas tareas sociales de cooperación y coordi-
nación mediante las cuales logramos nuestros objetivos.

Sería maravilloso que el amor pudiera cumplir ese cometido,


sin todo el énfasis en el propio interés y los derechos individuales,
y muchos oponentes al liberalismo ofrecen una visión tentadora

60
La moralidad del capitalismo

de la sociedad basada en la benevolencia universal. No obstante,


como señaló Adam Smith, “en una sociedad civilizada [el hombre]
necesita a cada instante la cooperación y asistencia de grandes
multitudes”, y sin embargo, en toda su vida jamás podría establecer
amistad ni siquiera con un pequeño porcentaje de la totalidad de
personas cuya cooperación necesita. Si dependiéramos totalmen-
te de la benevolencia para producir cooperación, directamente
no podríamos emprender tareas complejas. Depender del interés
propio de los demás, en un sistema de derechos de propiedad bien
definidos y libre intercambio, es la única manera de organizar una
sociedad más compleja que un pueblo pequeño.

La sociedad civil
Queremos asociarnos con otros para fines útiles —producir más
alimentos, intercambiar bienes, desarrollar nueva tecnología— pero
también porque sentimos una profunda necesidad humana de cone-
xión, amor, amistad y comunidad. Las asociaciones que formamos
con otros componen lo que denominamos ‘sociedad civil’. Esas aso-
ciaciones pueden adoptar una sorprendente diversidad de formas:
familias, iglesias, escuelas, clubes, fraternidades, consorcios de copro-
pietarios, grupos vecinales y las innumerables formas de sociedades
comerciales, como alianzas, corporaciones, sindicatos y asociaciones
comerciales. Todas estas asociaciones atienden necesidades humanas
de diferentes maneras. La sociedad civil puede definirse en sentido
amplio como el conjunto de asociaciones naturales y voluntarias
que se dan en la sociedad.

Algunos analistas distinguen entre organizaciones comerciales


y sin fines de lucro, con el argumento de que las empresas forman
parte del mercado y no de la sociedad civil; pero personalmente sigo
la tradición de que la verdadera distinción es entre las asociaciones
coercitivas (el Estado) y las naturales o voluntarias (todo lo demás).
Ya sea que una asociación específica se establezca para obtener
ganancias o para alguna otra finalidad, la característica clave es que
nuestra participación en esta sea voluntaria.

61
La moralidad del capitalismo

Con toda la confusión contemporánea sobre la sociedad civil y el


“propósito nacional”, deberíamos recordar la idea de F. A. Hayek de
que las asociaciones dentro de la sociedad civil se crean para alcanzar
un objetivo específico, pero que la sociedad civil en su conjunto no
tiene un único propósito: es el resultado no intencional, espontáneo,
de todas esas asociaciones deliberadas.

El mercado como cooperación


El mercado es un elemento esencial de la sociedad civil. Surge
de dos hechos: que los seres humanos pueden lograr más en coope-
ración con otros que en forma individual y que somos capaces de
reconocerlo. Si fuésemos una especie para la cual la cooperación
no fuera más productiva que el trabajo aislado, o si no pudiésemos
discernir las ventajas de la cooperación, permaneceríamos aislados y
atomizados. Pero, lo que sería peor, como explicó Ludwig von Mises:
“Cada hombre se habría visto obligado a ver a todos los demás como
enemigos; el anhelo de saciar sus propios apetitos lo habría llevado
a un conflicto implacable con todos sus vecinos”. Sin la posibilidad
del beneficio mutuo a partir de la cooperación y de la división del
trabajo, no podrían surgir ni sentimientos de compasión y amistad
ni el propio orden del mercado.

En todo el sistema de mercado, los individuos y las empresas com-


piten para cooperar mejor. General Motors y Toyota compiten para
cooperar conmigo para ayudarme a lograr mi objetivo de transporte.
AT&T y MCI compiten para cooperar conmigo para lograr mi obje-
tivo de comunicarme con otros. De hecho, compiten de manera tan
agresiva para cooperar conmigo que he cooperado con otra empresa
de comunicaciones para que me brinde tranquilidad por medio de
un contestador automático.

Los críticos de los mercados suelen quejarse de que el capitalismo


estimula y recompensa el interés propio. En realidad, las personas
actuamos bajo interés propio en cualquier sistema político. Los
mercados canalizan ese propio interés hacia direcciones socialmen-
te benéficas. En un libre mercado, las personas logran sus propios

62
La moralidad del capitalismo

objetivos indagando acerca de lo que otros necesitan y tratando de


ofrecérselo. Ello puede traducirse en varias personas trabajando
juntas para construir una red para pescar o una carretera. En una
economía más compleja, significa buscar el beneficio propio ofre-
ciendo bienes o servicios que satisfacen las necesidades o deseos de
otros. Los trabajadores y los emprendedores que mejor satisfacen
esas necesidades se ven recompensados; los que no, pronto aprenden
y se sienten impulsados a copiar a sus competidores más exitosos o
a probar una nueva estrategia.

Todas las distintas organizaciones económicas que vemos en un


mercado son experimentos para hallar mejores maneras de cooperar
para lograr objetivos mutuos. Un sistema de derechos de propie-
dad, el Estado de derecho y una mínima intervención del gobierno
permiten un margen enorme para experimentar nuevas formas de
cooperación. El desarrollo de corporaciones permitió la realización
de tareas económicas mayores de las que podrían lograr individuos
o alianzas. Organizaciones tales como consorcios de copropietarios,
fondos comunes de inversión, compañías de seguros, bancos, coo-
perativas de trabajo y demás, son intentos de solucionar problemas
económicos particulares mediante nuevas formas de asociación.
Se comprobó que algunas de estas formas son ineficientes: por
ejemplo, muchos de los conglomerados de empresas de la década de
1960 demostraron ser imposibles de administrar y los accionistas
perdieron dinero. La acelerada retroalimentación del proceso de
mercado brinda incentivos para copiar las formas de organización
que dan buenos resultados y desalentar aquellas que no.

La cooperación es parte del capitalismo tanto como lo es la


competencia. Ambas son elementos esenciales del simple sistema
de la libertad natural, y la mayoría de nosotros dedica mucho más
tiempo a cooperar con socios, compañeros de trabajo, proveedores
y clientes que a competir.

La vida sería detestable, bestial y corta si fuera solitaria. Afortu-


nadamente para todos nosotros, en la sociedad capitalista no lo es.

63
La moralidad del capitalismo

64
La moralidad del capitalismo

LA MEDICINA CON FINES DE LUCRO


Y EL MOTOR DE LA COMPASIÓN
POR TOM G. PALMER

En este ensayo, el editor de este volumen ofrece una medita-


ción personal a partir de su experiencia en el tratamiento del
dolor. No tiene por objeto servir de doctrina general ni consti-
tuye un aporte a las ciencias sociales. Es un intento de aclarar
la relación entre la empresa con fines de lucro y la compasión.

65
La moralidad del capitalismo

La medicina con fines de lucro debe de ser una cosa atroz e inmoral.
Después de todo, así es como escucho que la atacan todo el tiempo.
De hecho, mientras escribo estas líneas escucho por la Corporación
Canadiense de Radiodifusión un duro ataque a los hospitales privados.
Cuando los médicos, los enfermeros y los administradores de los hos-
pitales se preocupan únicamente por sus ingresos, la compasión cede
su lugar a un egoísmo insensible, dicen muchos. Pero yo me formé
una nueva opinión del tema cuando me encontré obligado a ir a dos
hospitales —uno con fines de lucro y el otro sin fines de lucro— a
buscar alivio de una enfermedad dolorosa e incapacitante.

Hace poco sufrí una hernia de disco en la columna vertebral que


me causó un dolor de magnitudes que nunca había imaginado posi-
bles. Consulté a un especialista del hospital de mi zona, con fines de
lucro, que me derivó a una clínica de radiología cercana, con fines
de lucro, para que en menos de una hora me practicaran una reso-
nancia magnética. Luego hizo que me dieran una inyección epidural
para reducir la inflamación de los nervios que llegan a la columna
vertebral, que eran el origen de los dolores. Me aquejaba un dolor tan
intenso que casi no podía moverme. El consultorio de tratamiento
del dolor, con fines de lucro, del hospital con fines de lucro que visité
estaba integrado por médicos y enfermeros que me mostraron una
amabilidad extraordinaria y me trataron con gentileza. Una vez que
la enfermera verificó que comprendí el procedimiento y que entendía
todas las instrucciones, se presentó la médica que me administró la
inyección epidural, explicó cada paso y luego procedió con notable
profesionalismo y evidente preocupación por mi bienestar.

Adelantémonos unas semanas. Mi estado, si bien todavía doloroso


y debilitado, había mejorado mucho. El médico me recomendó otra
inyección epidural para acercarme aun más hacia un estado normal.
Lamentablemente, el consultorio de tratamiento del dolor con fines de
lucro no tenía turnos hasta tres semanas más tarde. No quería esperar
tanto y llamé a algunos otros hospitales de la zona. En un hospital
sin fines de lucro, muy conocido y de muy buena reputación, podían
atenderme en dos días. Contento, pedí turno.

66
La moralidad del capitalismo

Cuando llegué al hospital sin fines de lucro, primero hablé con


algunos jubilados muy serviciales que llevaban pulcros uniformes
de voluntarios. Eran personas a todas luces caritativas, como cabe
esperar en un hospital sin fines de lucro. Luego llegué cojeando con
mi bastón al área de tratamiento del dolor, en cuya recepción me
registré. Salió una enfermera y anunció mi nombre, y después de que
me identifiqué se sentó junto a mí en la sala de espera. La entrevista
tuvo lugar con personas desconocidas alrededor. Por suerte no hubo
preguntas embarazosas. Observé que las otras enfermeras daban ór-
denes a los pacientes en un tono imperativo. Una enfermera le dijo a
una señora, que evidentemente estaba adolorida, que se sentara en
otra silla y cuando la paciente le dijo que se sentía más cómoda donde
estaba, la enfermera le señaló la otra silla y exclamó: “No. ¡Siéntese!”.
Cuando esa misma enfermera se me acercó, creo que con mi gesto le
dije que no tenía intenciones de dejarme tratar como un matriculado
en una escuela de obediencia. Sin pronunciar palabra, señaló la sala
de examen, a la que ingresé.

Entró el médico a cargo. No se presentó. No me dijo su nombre.


No me saludó. Revisó mi ficha, murmuró para sus adentros y me dijo
que me sentara en la camilla, me bajara los pantalones y me levanta-
ra la camisa. Le dije que antes el procedimiento había sido conmigo
acostado de lado y que esa posición era más cómoda, porque sentado
me dolía bastante. Dijo que prefería que estuviera sentado. Respondí
que yo prefería acostarme de lado. Dijo que el estar sentado favorecía
el acceso, lo cual al menos redundaba en mis propios intereses tanto
como en los suyos, por lo tanto accedí. Luego, a diferencia de la médica
del hospital con fines de lucro, clavó la aguja e inyectó la medicación
con una fuerza tan sorprendente y terrible que hizo que se me es-
capara un verdadero alarido, muy por el contrario a mi experiencia
anterior. Luego extrajo la aguja, anotó algo en su ficha y desapareció.
La enfermera me entregó una hoja y señaló la salida. Pagué y me fui.

Lucro y compasión
Esa es una serie de experiencias demasiado pequeña a partir de
la cual comparar la medicina con fines de lucro y sin fines de lucro.

67
La moralidad del capitalismo

Pero puede revelar algo acerca del motor del lucro y su relación con la
compasión. No es que los hospitales con fines de lucro sean los únicos
que atraen a bondadosos y compasivos, pues los ancianos voluntarios
del hospital sin fines de lucro eran bondadosos y compasivos. Pero no
puedo evitar pensar que los médicos y los enfermeros que trabajaban
en un consultorio de tratamiento del dolor con fines de lucro, en un
hospital con fines de lucro, tenían algún incentivo para ejercer compa-
sión en el trabajo. Después de todo, si necesito tratamiento adicional
o si me piden una recomendación, voy a pensar en el hospital con
fines de lucro. Pero jamás volvería al hospital sin fines de lucro ni lo
recomendaría, y creo que sé por qué: allí los médicos y los enfermeros
no tienen motivos para desear que yo lo haga. Y ahora también com-
prendo por qué el hospital sin fines de lucro podía darme un turno
tan pronto. Dudo que tuvieran muchos clientes asiduos.

La experiencia no indica que el lucro sea condición necesaria


o siquiera suficiente para la compasión, la caridad o la cortesía. Yo
trabajo para una organización sin fines de lucro, que depende del
apoyo continuo de una amplia base de donantes. Si yo fracasara en
el cumplimiento de mis obligaciones fiduciarias para con ellos, de-
jarían de apoyar mi trabajo. Resulta que mis colegas y yo trabajamos
allí porque compartimos las mismas inquietudes de los donantes,
por lo cual el sistema funciona en forma armoniosa. Pero cuando
los donantes, los empleados y los “clientes” (ya sean personas que
sufren dolor o periodistas y educadores que necesitan información y
conocimientos) no comparten todos los mismos valores u objetivos,
como en el hospital sin fines de lucro, el motor del lucro actúa con
fuerza para poner esos objetivos en sintonía.

Las ganancias obtenidas en el contexto de derechos legales bien


definidos y aplicados (por oposición a las ganancias que arroja ser un
ladrón brillante) pueden constituir el fundamento no de la insensi-
bilidad, sino de la compasión. La búsqueda del lucro requiere que el
médico considere los intereses del paciente poniéndose en el lugar
de este, para imaginar el sufrimiento ajeno, para sentir compasión.

68
La moralidad del capitalismo

En una economía de libre mercado, el motor del lucro bien podría


ser otra forma de denominar al motor de la compasión.

69
La moralidad del capitalismo

70
La moralidad del capitalismo

SEGUNDA PARTE

La Interacción
Voluntaria y el
Interés Propio

71
La moralidad del capitalismo

72
La moralidad del capitalismo

LA PARADOJA DE LA MORALIDAD
POR MAO YUSHI

En este ensayo, el economista, intelectual y emprendedor so-


cial chino Mao Yushi explica el rol que tienen los mercados
para generar armonía y cooperación. El autor revela los bene-
ficios de la búsqueda de precios bajos y ganancias de quienes
participan en el intercambio contraponiendo ese comporta-
miento basado en el “interés propio” a las fantasías expuestas
por los críticos del capitalismo. El autor toma sus ejemplos del
patrimonio literario chino y de sus experiencias (y de las de
otros millones de chinos) durante el desastroso experimento
chino de abolir el capitalismo.

Mao Yushi es fundador y director del Unirule Institute, ubica-


do en Beijing, China. Es autor de numerosos libros y artículos
populares y académicos; enseñó economía en varias universi-
dades, fundó algunas de las primeras instituciones de caridad
no gubernamentales y organizaciones independientes de au-
toayuda de China, y es conocido como un valeroso defensor de
la libertad. En los años cincuenta fue castigado con trabajos
forzados, exilio, “reeducación” y a casi morir de hambre por
decir “Si no tenemos dónde comprar cerdo, su precio debería
aumentar” y “Si Mao quiere conocer a un científico, ¿quién
debe visitar a quién?”. En el año 2011, a los 82 años, escribió
un ensayo que se publicó en Caixin, en Internet, titulado “De-
volviéndole la forma humana a Mao Zedong”. Ese ensayo le
valió muchas amenazas de muerte y un mayor prestigio como
voz de la honestidad y la justicia. Mao Yushi es una de las
grandes figuras de la libertad en el mundo contemporáneo,
que ha trabajado incansablemente por llevar estas ideas.

73
La moralidad del capitalismo

Conflictos de intereses en la tierra de los caballeros

Entre los siglos XVIII y XIX, el autor chino Li Ruzhen escribió


una novela titulada Flores en el espejo. El libro describe a un hombre
llamado Tang Ao que, luego de un revés en su trayectoria profesio-
nal, acompaña a su cuñado al extranjero. Durante el viaje, visita
muchos países distintos que le ofrecen vistas y sonidos fantásticos
y exóticos. El primer país que visita es “la Tierra de los Caballeros”.

Todos los habitantes de la Tierra de los Caballeros sufren


intencionalmente para asegurar el beneficio de los demás. En el
undécimo capítulo de la novela se describe a un alguacil (no es
casual la elección de Li Ruzhen de usar este personaje tal como se
lo conocía en la antigua China, donde los alguaciles tenían privi-
legios especiales y solían intimidar a la gente común por medio de
la violencia) que se encuentra con la siguiente situación mientras
está comprando mercancías:

Después de examinar un puñado de bienes, el alguacil le dice al vendedor:


“Amigo, tienes mercadería de muy buena calidad, pero el precio es muy bajo.
¿Cómo puedo quedarme tranquilo si me aprovecho de ti? Si no aumentas el
precio, impedirás que hagamos una transacción”.

El vendedor respondió: “Me has hecho el favor de venir a mi tienda. Se dice


que el vendedor pide un precio que está por el cielo y el comprador responde
trayéndolo de nuevo a la tierra. Mi precio está por el cielo, y aun así tú quie-
res que lo aumente. Me resulta difícil aceptarlo. Será mejor que vayas a otra
tienda a comprar mercadería”.

Al oír la respuesta del vendedor, el alguacil le dijo: “Le pones un


precio bajo a mercadería de muy buena calidad. ¿Eso no implica una
pérdida para ti? Debemos ser honestos y ecuánimes. ¿No podría-
mos decir que cada uno de nosotros tiene un ábaco incorporado?”.
Después de discutir un rato, el vendedor seguía insistiendo en no
aumentar el precio, y el alguacil, en un arranque de rabia, compró
solo la mitad de la mercadería que pensaba comprar. Cuando estaba
por irse, el vendedor le bloqueó la salida. En ese momento, llegaron

74
La moralidad del capitalismo

dos ancianos que, después de evaluar la situación, determinaron


que el alguacil debía tomar el 80% de la mercadería y marcharse.

Luego, el libro describe otra transacción en la que el comprador


considera que el precio que pide el vendedor es demasiado bajo para
la alta calidad de la mercadería, mientras que el vendedor insiste en
que el producto no es tan fresco y es más bien ordinario. Al final, el
comprador elige uno de los peores productos ofrecidos; la gente que
presencia la escena lo acusa de ser injusto, de modo que el compra-
dor toma la mitad de su compra de la pila de mayor calidad y la otra
mitad, de la pila de menor calidad. En una tercera transacción, ambas
partes comienzan a discutir al evaluar el peso y la calidad de la plata.
El comprador que paga en plata dice con severidad que el metal es
de mala calidad y peso insuficiente, mientras que el vendedor que
cobra asegura que es una plata de calidad y peso superiores. Una
vez se hubo retirado el comprador, el vendedor se siente obligado a
darle la plata que considera que se le pagó de más a un vagabundo
que viene de otras tierras.

Hay dos cuestiones planteadas en la novela que merecen ser ex-


ploradas. La primera es que, cuando ambas partes deciden sacrificar
sus ganancias o insisten en que estas son excesivas, se produce una
discusión. En la vida real, la mayoría de las discusiones surgen de
la búsqueda de satisfacer nuestro propio interés. Como resultado,
solemos cometer el error de suponer que, si siempre nos alineáramos
con el otro, no discutiríamos nunca. Sin embargo, en la Tierra de los
Caballeros vemos que tomar el interés ajeno como base para nuestras
decisiones también genera conflictos; por lo tanto, deberíamos bus-
car el fundamento lógico de una sociedad armoniosa y coordinada.

Si damos un paso más en nuestra investigación, descubriremos


que, en las transacciones comerciales de la vida real, cada parte busca
su propia ganancia y a través de negociar las condiciones (como el
precio y la calidad) se puede llegar a un acuerdo. En cambio, en la
Tierra de los Caballeros, tal acuerdo es imposible. En la novela, el
autor debe recurrir a un anciano, a un vagabundo y hasta a la com-

75
La moralidad del capitalismo

pulsión para resolver el conflicto.1 Aquí nos encontramos con una


verdad profunda e importante: las negociaciones en las que ambas
partes persiguen su ganancia personal pueden llegar a un equilibrio,
mientras que, si cada parte persigue el interés de la otra, jamás lle-
garán a un consenso.

Más aún, eso crearía una sociedad permanentemente reñida


consigo misma, lo que contradice de lleno las expectativas de la
mayoría. Puesto que la Tierra de los Caballeros es incapaz de alcanzar
un equilibrio en las relaciones entre sus habitantes, eventualmente
se convertirá en la Tierra de los Desconsiderados y Groseros. Ya
que la Tierra de los Caballeros busca el interés ajeno, es un caldo
de cultivo para personajes viles. Cuando los Caballeros no logran
dar por concluido un intercambio, los desconsiderados y groseros
pueden aprovecharse del hecho de que los Caballeros buscan una
ganancia sacrificando su propio interés. Si las cosas continuaran así,
probablemente los Caballeros se extinguirían y serían reemplazados
por los Desconsiderados y Groseros.

De esa idea puede deducirse que los seres humanos solo pue-
den cooperar cuando persiguen su propio interés. Esos son los
cimientos sólidos sobre los que la humanidad puede esforzarse en
pos de crear un mundo ideal. Si la humanidad persiguiera directa y
exclusivamente el beneficio ajeno, no podría realizar ningún ideal.

Por supuesto, tomando a la realidad como punto de partida,


todos debemos estar atentos a nuestro prójimo y a encontrar el
modo de reprimir nuestros deseos egoístas a fin de reducir los
conflictos. Pero si la atención al interés ajeno se convirtiera en
la meta de todos nuestros comportamientos, generaría el mismo
conflicto que describió Li Ruzhen en la Tierra de los Caballeros.
Algunos dirán que los elementos más cómicos de la vida en la Tie-
rra de los Caballeros no podrían ocurrir en la vida real, pero, como
gradualmente va demostrando el libro, los sucesos del mundo y los
de la Tierra de los Caballeros tienen causas similares. Para decirlo

1 Afortunadamente, el mendigo era extranjero: de haber sido de la Tierra de los Caballeros, la disputa
se habría perpetuado indefinidamente.

76
La moralidad del capitalismo

de otro modo, ni el mundo real ni la Tierra de los Caballeros tienen


claro el principio de la búsqueda del propio interés.

¿Cuáles son las motivaciones de los habitantes de la Tierra de


los Caballeros? Primero debemos preguntarnos por qué los seres
humanos quieren realizar intercambios. Ya sea un intercambio pri-
mitivo en forma de trueque o el intercambio de bienes por dinero
de la sociedad moderna, la motivación del intercambio es mejorar
la situación propia, hacernos más conveniente y confortable la
vida. Sin esa motivación, ¿por qué las personas preferirían inter-
cambiar en lugar de trabajar solas? Accedemos a todos los bienes
materiales de los que disponemos, desde la aguja e hilo hasta los
refrigeradores y los televisores a color, únicamente por medio del
intercambio. Si la gente no intercambiara, cada persona se vería
obligada a plantar granos y algodón en el campo, a usar ladrillos de
barro para construir su casa y a luchar por arrancarle al suelo todos
los bienes necesarios para subsistir. Nos ganaríamos la vida a duras
penas tal como lo hicieron nuestros antepasados durante decenas
de miles de años. Pero sin duda no disfrutaríamos de ninguno de
los beneficios que ofrece la civilización moderna.

Los habitantes de la Tierra de los Caballeros ya tienen un Estado


y un mercado, lo que demuestra que ya abandonaron la economía de
subsistencia para seguir la senda del intercambio a fin de mejorar
sus circunstancias materiales. Entonces, ¿por qué se niegan a pensar
en su propio interés al participar en un intercambio económico?
Por supuesto, si el objetivo del intercambio es, desde el comienzo,
reducir la ventaja propia y promover la ventaja de los demás, podría
surgir un comportamiento “caballeresco”. Sin embargo, como saben
todos aquellos que participan en un intercambio o que tienen ex-
periencia en intercambiar, las dos partes involucradas se mueven
en beneficio propio, mientras que quienes actúan contrariando su
propio interés en el transcurso de un intercambio padecen moti-
vaciones incoherentes.

77
La moralidad del capitalismo

¿Es posible fundar una sociedad sobre la base del


beneficio mutuo sin negociaciones de precios?

En la época en la que la vida y obra de Lei Feng2 se promovían


en China, solía verse en televisión la imagen de uno de sus com-
prometidos y bienintencionados seguidores reparando las ollas y
cacharros de un grupo de gente. Se veía que iba formándose una
larga fila de personas que llevaban utensilios dañados que querían
reparar. Esas imágenes buscaban alentar a otras personas a emular
al bondadoso seguidor de Lei Feng, y fijar la atención del público en
esta conducta ejemplar. Hay que notar que, de no haber sido por la
larga fila de personas, la propaganda no habría tenido ningún poder
de persuasión. También hay que tomar en cuenta que quienes hacían
fila para reparar sus cacharros y ollas no estaban allí para aprender
de Lei Feng; por el contrario, estaban allí para satisfacer su propio
interés a expensas de otra persona. Si bien este tipo de propaganda
podrá enseñarles a algunos a hacer obras de bien por los demás, al
mismo tiempo, enseña aun más a beneficiarse personalmente con
el trabajo ajeno. Antes solía creerse que la propaganda que instaba
a la gente a trabajar al servicio de los demás sin compensación podía
mejorar la moral social. Sin embargo, no hay duda de que lo anterior
es un enorme malentendido, puesto que quienes aprenden a buscar
alguna ventaja personal serán mucho más numerosos que quienes
aprenden a dar su trabajo desinteresadamente.

Desde la perspectiva de la ganancia económica, la obligación uni-


versal de trabajar por los demás genera derroche. Es muy probable
que quienes acepten la oferta de servicios gratuitos de reparación
lleven artículos dañados que no valga la pena reparar, y tal vez in-
cluso lleven objetos tomados directamente de la basura. Pero, como
ahora el precio de repararlos es cero, aumentará el tiempo —siempre
escaso— dedicado a repararlos, al igual que los materiales —también

2 Lei Feng (18 de diciembre de 1940 - 15 de agosto de 1962) era soldado del Ejército Popular de la Liberación
que se convirtió en héroe nacional en 1962 tras morir en un accidente de tránsito. En 1963 comenzó
una carrera para "Aprender del Camarada Lei Feng", en la que se pedía al pueblo chino que emulara
su devoción para con el Partido Comunista chino y el socialismo.

78
La moralidad del capitalismo

escasos— utilizados para la reparación. Puesto que la carga de la re-


paración descansa en espaldas ajenas, el único costo para la persona
promedio que procura un arreglo gratuito es el tiempo que le lleva
hacer la fila. Si se los mira desde el punto de vista de la sociedad en
su conjunto, todo el tiempo, el esfuerzo y los materiales empleados
para reparar esos artículos dañados darán como resultado unos
cacharros y ollas apenas usables. Si, en cambio, ese tiempo y esos
materiales se emplearan en actividades más productivas, sin duda
generarían más valor para la sociedad.

Desde la perspectiva de la eficiencia económica y el bienestar


general, ese trabajo obligatorio y no remunerado de reparación, casi
con certeza, genera más perjuicios que beneficios.

Más aún, si otro bienintencionado seguidor de Lei Feng se ofreciera


a guardarle el lugar en la fila a uno de los que llevan sus cacharros a
la espera del servicio gratuito de reparación, a fin de liberar al pobre
de la tediosa espera, la fila se volvería aun más larga. Ese sí que sería
un panorama absurdo, un grupo haciendo fila para que otro grupo
no tenga que hacerlo. Ese sistema de obligación presupone que hay
un grupo dispuesto a ser servido. Es una ética del servicio que no
puede ser universal. Como es evidente, quienes se afanan por la
superioridad de un sistema semejante de servicio mutuo sin precios
no han pensado bien las cosas.

La obligación de reparar bienes ajenos tiene otra consecuencia


imprevista: si los seguidores de Lei Feng superan en número a los
reparadores de oficio, estos últimos perderán su empleo y enfren-
tarán serias dificultades.

No me opongo en absoluto al estudio de Lei Feng, que ayudó


a los necesitados, una actividad positiva y hasta necesaria para la
sociedad. Sin embargo, el requisito de que el servicio prestado a los
demás sea obligatorio genera incoherencias y desorden, y distorsiona
el espíritu voluntario de Lei Feng.

79
La moralidad del capitalismo

En nuestra sociedad, están los cínicos que detestan las sociedades


en las que, desde su punto de vista, se valora el dinero por sobre
todo lo demás. Creen que los que tienen dinero son insufribles,
que los ricos sienten que están por encima del resto de la sociedad
mientras que los pobres padecen por la humanidad. Afirman además,
que el dinero deforma las relaciones normales entre las personas.
Como resultado, desean una sociedad basada en el servicio mutuo,
libre de dinero y de precios. Esa sería una sociedad en la que los
campesinos plantarían alimentos sin pensar en una recompensa; en
la que los trabajadores confeccionarían tejidos para todos, también
sin recompensa; en la que los peluqueros cortarían el cabello gratis,
etc. ¿Es práctica esa sociedad ideal?

Para responder esa pregunta, debemos apelar a la teoría econó-


mica de la asignación de recursos, lo que exige hacer un paréntesis.
Para facilitar las cosas, podemos comenzar con un experimento
mental: imaginemos a un peluquero. En la actualidad, los hombres
se cortan el cabello cada tres o cuatro semanas pero, si los cortes
fueran gratuitos, quizá lo harían todas las semanas. El hecho de que
se cobre dinero por cortar el cabello conlleva una mejor utilización
del trabajo del peluquero. En el mercado, el precio de los servi-
cios del peluquero determina la proporción de la fuerza laboral de la
sociedad que se dedica a esa profesión. Si el Estado mantuviera bajo
el precio del corte de cabello, aumentaría la cantidad de personas
que desearan un corte y, por ende, la cantidad de peluqueros; si se
mantiene constante la fuerza laboral, se reduciría la cantidad de
personas que se dedicarían a otros trabajos. Lo que sucedería con
los peluqueros pasaría también con otras profesiones.

En muchas zonas rurales de China, es bastante común que se


ofrezcan servicios gratuitos. Si alguien quiere construir una casa,
sus parientes y amigos acuden a ayudar en la construcción. En esas
situaciones no suelen mediar pagos, excepto una gran comida que
se sirve a los ayudantes. La siguiente vez que uno de los amigos del
beneficiario construye una casa, el que fue beneficiado la primera
vez ofrece su mano de obra gratuita para devolver el favor. Los téc-

80
La moralidad del capitalismo

nicos suelen reparar artefactos eléctricos sin cobrar y no esperan


como compensación más que un regalo en el año nuevo chino. Esos
intercambios no monetarios no pueden medir con precisión el valor
de los servicios prestados. En consecuencia, el valor del trabajo no
se desarrolla con eficiencia, y no se alienta la división del trabajo en
la sociedad. El dinero y los precios cumplen una función importante
en el desarrollo de esta. Nadie debería pretender reemplazar con
dinero emociones como el amor o la amistad. Sin embargo, tampoco
es lógico esperar que el amor y la amistad reemplacen al dinero. No
podemos eliminar el dinero solo porque tememos que desgaste los
lazos humanos. De hecho, los precios expresados en dinero son el
único método del que disponemos para determinar cómo asignar
recursos a sus usos más valiosos. Si mantenemos tanto los precios
monetarios como nuestras emociones y valores más importantes,
podemos esperar construir una sociedad tanto eficiente como humana.

El equilibrio del interés propio


Supongamos que A y B deben repartirse dos manzanas para poder
comerlas. A es el primero en actuar y toma la más grande. Enojado, B
le pregunta a A: “¿Cómo puedes ser tan egoísta?”, a lo que A responde:
“Si tú hubieras tomado la primera manzana, ¿cuál habrías elegido?”.
B le contesta: “Habría agarrado la más pequeña”. Riendo, A dice:
“Siendo así, mi modo de elegir se adecua perfectamente a tus deseos”.

En esa situación hipotética, A aprovechó que B estaba siguiendo


el principio de “poner el interés ajeno por encima del propio”, mien-
tras que A no lo hacía. Si un solo segmento de la sociedad sigue ese
principio y otro no, es seguro que el primero sufrirá pérdidas y el
segundo se beneficiará. Si la situación permanece igual, sin duda
terminará en un conflicto. Claramente, si solo algunas personas an-
teponen los intereses de los demás a los suyos, el sistema terminará
solamente generando conflicto y desorden.

Si tanto A como B se preocupan por los intereses del otro, el


problema de la manzana será imposible de resolver. Puesto que am-
bos querrían comer la manzana más pequeña, surgiría un problema

81
La moralidad del capitalismo

nuevo, el mismo que observamos en la Tierra de los Caballeros. Lo


que sucede con A y B ocurriría con todos. Si toda la sociedad menos
una persona siguieran el principio de beneficiar explícitamente a los
demás, la sociedad entera se pondría a disposición de esa persona;
sería un sistema posible, desde el punto de vista de la lógica. Pero
si esa persona también se convirtiera al principio de privilegiar el
beneficio de los demás, la sociedad dejaría de existir como tal, es
decir, como sistema de cooperación. El principio de beneficiar a los
demás es factible en líneas generales solo con la condición de que
el cuidado de los intereses de la sociedad en su conjunto se delegue
en otros. Pero, desde una perspectiva mundial, eso sería imposible
a menos que la responsabilidad de velar por los intereses de la po-
blación del planeta pudiera delegarse en la luna.

El motivo de esa incoherencia es que, desde el punto de vista de la


sociedad en su conjunto, no hay diferencia entre “uno” y “los demás”.
Queda claro que, para un Juan determinado, “uno” es “uno”, y “los
demás” son “los demás”, y no deben confundirse. Sin embargo, desde
la perspectiva social, todas las personas son al mismo tiempo “uno” y
“otro”. Cuando el principio de “beneficiar a los demás antes de bene-
ficiarse a uno mismo” se aplica a la persona A, la persona A primero
debe contemplar las ganancias y pérdidas ajenas. Sin embargo, si la
persona B adopta el mismo principio, la persona A se convierte en la
persona cuyos intereses se priorizan. Para los miembros de la misma
sociedad, la cuestión de si deberían pensar primero en los demás o si
los otros deberían pensar primero en ellos es confusa e incoherente.
Por lo tanto, el principio del altruismo en este contexto es lógicamente
inconsistente y contradictorio y, en consecuencia, no puede cumplir
la función de resolver los numerosos problemas que emergen en las
relaciones humanas. Por supuesto que eso no significa que el espíri-
tu que los origina nunca deba elogiarse ni que ese comportamiento
considerado hacia los otros no sea digno de admiración, sino que no
puede proporcionar la base universal sobre la que los miembros de
una sociedad buscan asegurar su interés mutuo.

82
La moralidad del capitalismo

Quienes vivieron la Revolución Cultural recordarán que, cuando


el lema “Luchar contra el egoísmo, criticar el revisionismo” (dousi
pixiu) reverberaba en todo el país, la cantidad de conspiradores y
oportunistas alcanzó la mayor cantidad. En esa época, para una gran
parte de la gente común de China (laobaixing) era posible creer que
“Luchar contra el egoísmo, criticar el revisionismo” podía convertirse
en una norma social y, por consiguiente, realizó un gran esfuerzo
para atenerse a las condiciones. Al mismo tiempo, los oportunis-
tas utilizaban el lema para aprovecharse de los demás, usaban la
campaña contra la explotación como excusa para saquear hogares
y llenarse los bolsillos con las propiedades ajenas. Exhortaban
a los demás a destruir el egoísmo y, por el bien de la revolución, a
admitir que eran traidores, espías o contrarrevolucionarios, lo que
agregaba una mancha más a su lista de deméritos. Sin que les tem-
blara el pulso, esos oportunistas eran capaces de poner en riesgo la
vida de los demás para asegurarse un cargo de funcionarios. Hasta
ahora, hemos analizado los problemas teóricos del principio de
“beneficiar a los demás antes que a uno mismo”, pero la historia
de la Revolución Cultural demuestra la contradicción de ese prin-
cipio cuando se lo pone en práctica.

La Revolución Cultural pasó a la historia, pero debemos recordar


que, en esa época, todos los lemas se sometían a rigurosas críticas
y revisiones. Esto ya no ocurre, puesto que la cuestión de qué prin-
cipio es el mejor para lidiar con los problemas de la sociedad, según
parece, está exenta de análisis. Todavía solemos utilizar la antigua
propaganda para instar a la gente a resolver conflictos y, aun cuando
se presentan casos ante la justicia, esos métodos desactualizados
conservan una influencia considerable.

Los lectores adeptos a los experimentos mentales sin duda ten-


drán otras preguntas acerca del problema de cuál es la mejor manera
de asignar las manzanas entre dos personas. Si estamos de acuerdo
en que “beneficiar a los demás antes que a uno mismo” no puede
resolver el problema de la mejor distribución de las dos manzanas,
¿eso significa que no hay una manera mejor de hacerlo? Recordemos

83
La moralidad del capitalismo

que hay una manzana más pequeña y otra más grande, y que solo dos
personas participan en la distribución. ¿Será que ni los legendarios
inmortales chinos serían capaces de resolver el problema?

En una sociedad de intercambio, el dilema tiene solución. Las dos


personas pueden consultarse previamente para poder resolverlo. Por
ejemplo, supongamos que A elige la manzana más grande y acepta
que B tendrá derecho a llevarse la manzana más grande la próxima
vez que se encuentren; o que, a cambio de que A se lleve la manzana
más grande, B recibe alguna forma de compensación. Un pago ayu-
daría a resolver la dificultad. En una economía que utiliza el dinero,
seguramente habría partes dispuestas a utilizar este último método.
Se podría comenzar con una suma pequeña en compensación (di-
gamos un centavo) e incrementarla gradualmente hasta que la otra
parte estuviera dispuesta a aceptar la manzana pequeña más
la compensación. Si la suma inicial es muy baja, podemos suponer
que ambas partes preferirán tomar la manzana más grande y pagar esa
suma pequeña como compensación. Al aumentar la compensación,
en algún momento una de las partes aceptará la manzana pequeña
más la compensación. Podemos afirmar que, si las dos partes evalúan
el problema con racionalidad, encontrarán un método para
resolver el conflicto. Este es un modo de resolver pacíficamente el
conflicto de intereses entre ambas partes.

Treinta años después de la Reforma y Apertura, China volvió a


plantearse la cuestión de la riqueza y la pobreza, y el rencor contra
los ricos crece día a día. Durante el período en que se hacía hincapié
en la lucha de clases, al comienzo de cada movimiento de masas, se
contrastaba el sufrimiento del pasado con la felicidad del presente.
Se denunciaba la sociedad anterior y se usaba la explotación previa
para movilizar el odio de la gente. En el año 1966, cuando comenzó la
Revolución Cultural (un movimiento que procuraba arrasar con el mal
del antiguo sistema de clases), en muchos lugares se enterraban vivos
a los descendientes de la clase terrateniente, a pesar de que muchos
de los terratenientes mismos ya habían muerto. No se le perdonó
la vida a nadie: viejos, jóvenes, ni siquiera a las mujeres y los niños.

84
La moralidad del capitalismo

La gente decía que, así como no hay amor sin causa, tampoco hay
odio sin razón. ¿De dónde venía ese espíritu de enemistad hacia los
hijos de la clase terrateniente? Provenía de la ferviente creencia de
que esos descendientes de la clase terrateniente se habían apoyado
en la explotación para crear su lugar en el mundo. En la actualidad,
la brecha entre ricos y pobres se ha hecho más evidente. Si bien es
cierto que existen quienes emplearon métodos ilegales para enri-
quecerse, la brecha entre ricos y pobres es un fenómeno inevitable
en toda sociedad. Incluso en los países desarrollados, donde se
limitan estrictamente los canales ilegales, suele existir una brecha
entre ricos y pobres.

La lógica en la que se respalda el resentimiento contra los ricos es


falsa. Si se tiene resentimiento contra los ricos porque uno todavía
no se enriqueció, entonces la mejor estrategia que se podría adoptar
sería primero desplazar a los ricos y luego esperar el momento en
que uno se haya enriquecido para promover la protección de los
derechos de los acaudalados. Para cierto grupo de personas, ese
sería, en efecto, el camino más racional. Pero, para la sociedad en
su conjunto, no hay modo de coordinar ese proceso para que todos
los miembros de la sociedad se enriquezcan a la misma velocidad.
Algunos se enriquecerán antes que otros; si esperamos que todos
se enriquezcan al mismo ritmo, nadie jamás conseguirá riqueza. La
oposición a los ricos carece de justificación, puesto que los pobres
solo tendrán la oportunidad de enriquecerse si se garantizan los
derechos que permiten que todos -y cada uno- acumulen riqueza,
si no se violan los frutos del trabajo de cada uno y si se respeta el
derecho de propiedad. Una sociedad en la que cada vez más personas
consigan riqueza y concuerden en que “enriquecerse es glorioso” es,
de hecho, posible.

El investigador académico chino Li Ming escribió, en algún


momento, que es un error separar a la gente en “ricos” y “pobres”;
en cambio, deberíamos distinguir entre quienes tienen derechos y
quienes no los tienen. Se refería a que, en la sociedad moderna, la
cuestión de los ricos y pobres es en realidad una cuestión de derechos.

85
La moralidad del capitalismo

Los ricos se enriquecieron porque tienen derechos, mientras que los


pobres no los tienen. Por “derechos” debemos entender “derechos
humanos”, no “privilegios”. No es posible que todos los ciudadanos
tengan acceso al privilegio; el privilegio es solo para una pequeña
minoría. Si queremos resolver la cuestión de los ricos y pobres, pri-
mero debemos establecer derechos humanos iguales para todos. El
análisis de Li Ming es profundo y completo.

86
La moralidad del capitalismo

LA LÓGICA MORAL DE LA IGUALDAD


Y LA DESIGUALDAD EN LA SOCIEDAD
DE MERCADO
POR LEONID V. NIKONOV

En este ensayo, el filósofo ruso Leonid Nikonov analiza la


idea de la “igualdad” en el intercambio desde un punto
de vista crítico y llega a la conclusión de que la mayoría de
las críticas anticapitalistas que se basan en los reclamos
de igualdad, ya sea en términos de dotación inicial, de valo-
res o de resultados, son incoherentes.

Leonid Nikonov es catedrático de Filosofía en la Altai State


University de Barnaul, en la Federación Rusa, donde da cla-
ses sobre filosofía social, ontología, teoría del conocimiento
y filosofía de la religión. Actualmente está escribiendo el li-
bro Medidas morales del liberalismo y sus investigaciones
pueden encontrarse en diversas publicaciones académicas
de Rusia. En 2010 creó y dirigió el Centro para la Filosofía
de la Libertad, que organiza conferencias, torneos de debate
y otros programas en Rusia y en Kazajstán. Se involucró más
en este tema luego de obtener el primer lugar, en 2007, en
el concurso de ensayos (en ruso) sobre “Capitalismo global y
libertad humana”, una competencia similar a la que patro-
cinó Students For Liberty en 2011. Asistió a la escuela de
verano sobre libertad en Alushta, Ucrania (el programa en
aquel entonces se organizaba a través de Cato.ru, y actual-
mente a través de InLiberty.ru). En 2011 fue invitado a for-
mar parte de la Sociedad Mont Pelerin, fundada en 1947 por
39 intelectuales para revivir el pensamiento liberal clásico, y
se convirtió en su miembro más joven.

87
La moralidad del capitalismo

Los mercados no generan necesariamente resultados iguales,


ni exigen igualdad en las dotaciones. Sin embargo, esto no es sola-
mente un costo lamentable de tener un mercado. La desigualdad no
es meramente el resultado normal de un intercambio de mercado.
Es una precondición del intercambio, sin la cual el intercambio no
tendría sentido. Esperar que los intercambios de mercado y, por
consiguiente, las sociedades en las que la riqueza se distribuye a
través del mercado, generen igualdad, es absurdo. La igualdad de de-
rechos básicos, que incluyen la libertad de intercambio, es necesaria
para los mercados libres, pero no debe esperarse que estos generen
resultados igualitarios ni dependan de una igualdad de condiciones
más allá de los derechos legales.

El ideal de un intercambio igualitario puede referirse a la igualdad


de dotaciones iniciales o a la igualdad de resultados. En la primera,
solo las partes que son iguales en todos los sentidos relevantes po-
drían realizar un intercambio igualitario; toda diferencia haría que
el intercambio fuera desigual, razón por la cual algunos rechazan los
contratos laborales entre empleadores y empleados por considerarlos
inherentemente desiguales (y por lo tanto injustos). De acuerdo con
la segunda interpretación, podría significar que se intercambian
valores iguales o que los resultados del intercambio son iguales en
términos de valor. Por ejemplo, si cantidades iguales de bienes de
la misma calidad cambiaran de manos entre las partes, el intercam-
bio satisfaría las condiciones de igualdad. Imaginemos una escena
surrealista en la que dos humanoides, totalmente iguales entre sí
(es decir, carentes de diferencias personales que constituyan una
desigualdad relevante), intercambian cosas idénticas entre ellos.
Más allá de cualquier rechazo estético que podríamos sentir ante
una imagen tan poco natural, el sentido común debería sugerir que
la idea misma de un intercambio igualitario se basa en una contra-
dicción profunda. Dicho intercambio no cambia nada: no mejora la
posición de ninguna de las dos partes, lo que significa que ninguna
de las partes tiene una razón para realizar el intercambio (Karl Marx
insistió en que los intercambios del mercado se basaban en el in-
tercambio de valores iguales, lo que generó una teoría económica

88
La moralidad del capitalismo

sin sentido e incoherente). Basar el intercambio de mercado en el


principio de igualdad anula la razón fundamental del intercambio:
mejorar la situación de las partes que lo realizan. La economía del
intercambio se basa en reconocer el valor diferente de los bienes o
servicios por parte de los participantes.

Sin embargo, bajo la mirada ética, es posible que la idea de igual-


dad siga resultando atractiva para algunos. Un rasgo común
en varios de los juicios morales es el hecho de que son formulados
en una modalidad puramente deontológica, es decir, exclusivamente
de acuerdo con la lógica de los deberes. Solo les concierne lo que
debería hacerse, sin tener en cuenta la lógica de la economía o de lo
que sencillamente existe o incluso de lo que existirá como resultado
de lo que (se podría afirmar) debe hacerse. De acuerdo con Immanuel
Kant, por ejemplo, un deber exige su realización independiente de
sus resultados, de sus consecuencias e incluso de las posibilidades
de hacer lo que el deber manda. Decir que uno debe hacer algo es decir
que uno es capaz de hacerlo. Por lo tanto, incluso si dicha igualdad
en el intercambio es económicamente absurda, podría sostenerse (y
se sostiene) como un ideal moral.

La igualdad, en cuanto tema moral, es un asunto bastante compli-


cado. Podemos distinguir entre las perspectivas en las que la igualdad
es la principal preocupación y aquellas en las que no; de manera
acorde, las primeras se denominan “perspectivas igualitarias”, y las
segundas, “perspectivas no igualitarias”. Quienes sostienen la posición
no igualitaria no necesariamente afirman que la igualdad no es algo
deseable ni necesitan postular la deseabilidad de la desigualdad: se
limitan a rechazar el énfasis igualitario exclusivamente basado en
la igualdad como meta, excluyendo otras metas y, en especial, el
foco en garantizar la igualdad respecto de la riqueza material. Los
liberales clásicos (o libertarios) no igualitarios confirman, de hecho,
la importancia de cierto tipo de igualdad, a saber, la igualdad de
derechos básicos, que consideran contradictoria con la igualdad de
resultados, por lo que podrían ser considerados igualitarios de otro
tipo. (La igualdad de derechos está en los cimientos de gran parte

89
La moralidad del capitalismo

de la experiencia sobre el derecho, la propiedad y la tolerancia que


las personas de las sociedades modernas y libres dan por sentada).
Los libertarios no igualitarios y los liberales clásicos defienden su
opinión como la forma más pura, más consistente o más sostenible
de igualdad, pero los defensores de la “distribución” igualitaria de la
riqueza suelen sostener que esa igualdad de los libertarios es mera-
mente formal: una igualdad en las palabras, pero no en los hechos.
(En este sentido, tienen un buen argumento, ya que la igualdad legal
se refiere, en gran medida, a cómo piensa y cómo actúa la gente, y no
a descripciones de los estados del mundo o distribuciones estáticas
de activos. Que dicho enfoque para la igualdad sea meramente formal
en lugar de ser sustancial depende de cómo veamos la importancia
de los procedimientos legales y las normas de comportamiento).

Es habitual someter preguntas filosóficas difíciles a un debate


activo antes de formularlas claramente o plantearlas de manera ade-
cuada. Los filósofos de oriente y de occidente propusieron doctrinas
éticas durante miles de años antes de que existieran suficientes
análisis sistemáticos de los juicios sobre el deber y la lógica de las
acciones. Dicho trabajo comenzó de forma seria con David Hume,
continuó con Immanuel Kant y, posteriormente, con los filósofos
positivistas como George Moore, Alfred Ayer, Richard Hare y otros; la
investigación sobre la lógica de las acciones y la lógica deontológica
sigue en curso. Aunque la disputa entre la postura igualitaria y la no
igualitaria no se limita exclusivamente a analizar la relación lógica
adecuada entre la igualdad y la moralidad, entender la relación entre
igualdad y moralidad sería un aporte valioso al intenso debate en
marcha acerca de si la redistribución forzada de riquezas desiguales,
generadas por el intercambio de mercado, es moralmente necesaria
o si debería ser prohibida. (Es un asunto bastante diferente respec-
to de si los bienes robados a los propietarios legales, ya sea por los
gobernantes de estados o por criminales “independientes”, deberían
devolverse a sus dueños originales).

Pensemos en el problema de la moralidad de la igualdad mediante


una pregunta sencilla: ¿Por qué es la igualdad, ya sea a partir de dota-

90
La moralidad del capitalismo

ciones iniciales o de resultados, moralmente superior a la desigualdad


(o viceversa)? Un intento honesto de llegar a una resolución ética de
la disputa exige que esa pregunta directa se dirija a los igualitarios
y también a los no igualitarios.

El espectro de respuestas posibles es limitado. Podríamos tratar,


en primer lugar, de definir que ciertas proporciones numéricas (de
igualdad y desigualdad) son mejores que otras. Por ejemplo, la rela-
ción de X a Y es moralmente superior si los valores de las variables
son iguales, y moralmente inferior en caso contrario; es decir, si la
relación de “1:1” es superior a la de “1:2” (y, con mayor razón, superior
a la de “1:10”). A pesar de que dicha posición parece evidentemente
clara, la pregunta sobre los problemas morales no se resuelve tan
sencillamente. Los valores no se obtienen de enunciados de propor-
ciones matemáticas, que son inherentemente neutrales en términos
de ética. Es bastante arbitrario sostener la superioridad de una rela-
ción matemática sobre otra, algo similar a la curiosa práctica de los
pitagóricos, que clasificaban los números en masculinos, femeninos,
amigables, perfectos, deficientes y demás.

En lugar de dirigir la atención a la igualdad de las dotaciones


iniciales o de los resultados de los intercambios, es posible que sea
más sensato concentrarse en la igualdad o la desigualdad del estatus
moral personal como base para la evaluación de las relaciones entre
las personas (incluidos los intercambios). Por consiguiente: ninguna
persona tiene un estatus moralmente superior (o inferior) al de
otra persona o, alternativamente, algunas personas son moralmente
superiores (o inferiores) a otras. Sobre esa base, podríamos deducir si
es deseable o no insistir con la igualdad en las dotaciones iniciales
o en los resultados. Ambas perspectivas podrían converger en una
redistribución forzada, destinada a eliminar o a establecer la desigual-
dad, y en ambos casos el argumento central sería el estatus moral de
las partes, independientemente del abismo conceptual insuperable
que existe entre la idea de estatus moral y las situaciones reales con
las que lidian las personas.

91
La moralidad del capitalismo

Por consiguiente, la pregunta central sería sobre la relación entre


el estatus moral humano, por un lado, y la cantidad, la calidad o el
valor de los bienes a los que una persona tiene acceso, por el otro.
Así, podríamos pasar a preguntarnos por qué dos personas con la
misma importancia moral deben beber la misma cantidad, calidad o
valor de café por las mañanas; o si el hombre caritativo y su vecino
avaro, ambos con el mismo estatus moral (o no, tal vez), deben o
no poseer plantaciones de árboles frutales que producen cosechas
igualmente valiosas. La existencia de un estatus moral igual no parece
tener ningún significado evidente en términos de la igualdad de las
dotaciones, del consumo o de las posesiones. Pensemos la relación
entre dos jugadores de ajedrez, ambos con el mismo estatus moral.
¿Exige esa igualdad de estatus que tengan las mismas habilidades o
que todas las partidas terminen en tablas? ¿O exige que jueguen de
acuerdo con las mismas reglas, lo que no implicaría ninguna prescrip-
ción normativa de que las partidas terminen en tablas? No existe una
conexión directa entre un estatus moral igual y los talentos iniciales
o los resultados particulares.

Si nos concentramos en el comportamiento y en las reglas, en lugar


de detenernos en las dotaciones o los resultados, notamos que los
estados de situación se juzgan por el comportamiento humano, por
las elecciones y por las intenciones (en especial en casos delictivos).
La cantidad de dinero disponible de esa persona o si esa cantidad
es mayor o menor a la suma disponible de su vecino no es en sí un
elemento moralmente significativo de la vida humana. Lo que im-
porta es la procedencia de esa cantidad. Un magnate y un chofer de
taxi pueden considerarse justos o injustos, según la compatibilidad
de sus acciones con los estándares morales universales, a saber, si
respetan las reglas de justicia y la entidad moral inherente tanto en
ellos como en los otros. El elogio y la condena no se justifican por
la riqueza o por la pobreza en sí mismas, si no por las acciones que
realizan las personas: las diversas actitudes frente a distintas oportu-
nidades permiten tener un comportamiento bueno o malo, virtuoso o
vicioso, justo o injusto, pero esas normas definen el comportamiento
humano, no las dotaciones o los resultados. La aplicación igualitaria

92
La moralidad del capitalismo

de los estándares es la concreción moral de un estatus de igualdad


moral, base que permite juzgar los comportamientos en términos de
moral. La igualdad moral implica que un delito es un delito, así lo haya
cometido un chofer de taxi o un magnate, y una actividad honesta
que genera ganancias es una actividad honesta, así la emprendan dos
choferes de taxi, dos magnates o un magnate y un chofer.

Retomemos la relación entre riqueza e igualdad. La riqueza puede


ser el resultado de un simple comportamiento o de una coerción.
Los intercambios realizados en un contexto de libre mercado pueden
generar mayor desigualdad o mayor igualdad, y las intervenciones
estatales y las redistribuciones también pueden generar más des-
igualdad o más igualdad. No hay nada inherentemente igualitario o
no en los dos tipos de interacciones. Un emprendedor puede generar
riqueza y así tener más que otra persona, incluso si la generación
de riqueza benefició también a esa otra persona. Los intercambios
de libre mercado además pueden generar mayor igualdad, mediante
la generación de una prosperidad generalizada y erosionando los pri-
vilegios injustos de los poderosos, heredados de sistemas anteriores.
Un ladrón puede robar a alguien y pasar a tener más que la víctima, lo
cual genera mayor desigualdad, o la misma cantidad que la víctima,
lo que genera mayor igualdad. De manera similar, las intervenciones
realizadas desde el poder coercitivo organizado del Estado pueden
generar enormes desigualdades de riqueza, así sea ignorando las elec-
ciones de los participantes del mercado (mediante el proteccionismo,
los subsidios y la “búsqueda de rentas”) o sencillamente a través del
ejercicio de la fuerza bruta y la violencia, como sucedió sin duda en
los países sometidos a regímenes comunistas. (Estar oficialmente
dedicado a la igualdad no es lo mismo que producir igualdad real,
como lo demuestra la triste experiencia de muchas décadas).

Por ejemplo, es una cuestión empírica, no conceptual, que un


sistema jurídico o económico produzca mayores o menores aproxi-
maciones a la igualdad de ingreso. El Economic Freedom of the World
Report (www.freetheworld.com) mide los grados de libertad econó-
mica y compara esos índices con diversos indicadores de bienestar

93
La moralidad del capitalismo

económico (longevidad, alfabetismo, grado de corrupción, ingreso


per cápita, etc.). Los datos no solo muestran que los residentes de
los países con las economías más libres son mucho más ricos frente
a los de países con menos libertad económica, sino que también in-
dican que la desigualdad de ingreso (específicamente, la proporción
del ingreso nacional que recibe el 10% más pobre de la población)
no es una característica de distintas políticas públicas, mientras
que sí lo es la cantidad de ingreso que perciben. Si pensamos en los
países del mundo por cuartiles (cada cuartil incluye el 25% del total
de países), la proporción promedio del ingreso nacional que llega al
10% más pobre de la población en el cuartil menos libre (que incluye
a países como Zimbabwe, Myanmar y Siria) en 2008 (el último año
con datos disponibles) fue del 2,47%; en el siguiente cuartil (el ter-
cero más libre), del 2,19%; en el siguiente (el segundo más libre), del
2,27%; y en el cuartil más libre, del 2,58%. La variación es muy poco
significativa. Es decir, este tipo de desigualdad parece ser inmune
a las reglas de las políticas económicas. Por otro lado, la cantidad
de ingreso que percibe el 10% más pobre de la sociedad varía en
gran medida, precisamente porque esa variable no es inmune a las
políticas económicas. Estar entre el 10% más pobre en los países
menos libres representa un ingreso anual promedio de 910 dólares
por año, mientras que estar en el 10% más pobre en las economías de
mercado más libres representa un ingreso anual promedio de 8.474
dólares. Para quienes son pobres, todo indica que es mucho mejor
ser pobre en Suiza que en Siria.

Que usted y yo tengamos dotaciones iniciales iguales antes de


los intercambios libres o tenencias iguales luego de los intercambios
libres no constituye, en sí mismo, un problema moral. Por otro lado,
negarse a tratar con igualdad a personas moralmente iguales y a
aplicarles reglas iguales, todo con el fin de generar resultados más
igualitarios (empresa, al parecer poco satisfactoria, ya que dichos
resultados no se manipulan fácilmente), sí es un problema moral:
es una violación a la igualdad moral que sí importa.

94
La moralidad del capitalismo

El mayor escándalo del mundo en relación con la desigualdad de


riqueza no es la desigualdad que existe entre los ricos y los pobres
en sociedades económicamente libres, sino la enorme brecha que
existe entre la riqueza de las personas que viven en sociedades eco-
nómicamente libres y la riqueza de aquellas que viven en sociedades
sin libertad económica. Esa brecha entre riqueza y pobreza es, sin
duda, un asunto que puede resolverse cambiando las reglas, es decir,
modificando las políticas económicas. Liberando a los ciudadanos
de sociedades sin libertad económica se crearían enormes cantidades
de riqueza que tendrían un mayor efecto que cualquier política pública
imaginable a la hora de zanjar la brecha entre los ricos y los pobres
del mundo. Además, ese resultado se lograría como una consecuencia
positiva de la realización de la justicia, a partir de la eliminación del
tratamiento injusto que reciben las personas en países mal gober-
nados a través de los compinches, el estatismo, el militarismo, el
socialismo, la corrupción y la fuerza bruta. La libertad económica,
es decir, la existencia de estándares iguales de justicia y el respeto
igualitario por los derechos de todos a producir y a intercambiar, es
la norma de justicia correcta para los seres morales.

95
La moralidad del capitalismo

96
La moralidad del capitalismo

ADAM SMITH Y EL MITO


DE LA CODICIA
POR TOM G. PALMER

En este ensayo, el autor desvela el mito de un Adam Smith in-


genuo que creía que el “interés propio” era suficiente para crear
prosperidad. Pareciera que aquellos que citan a Smith en ese
sentido jamás leyeron más que algunas citas de sus trabajos, y
no están al tanto del gran énfasis que Smith asignó al papel de
las instituciones y a los efectos nocivos que las conductas sig-
nadas por el interés propio pueden tener si se canalizan a través
de las instituciones coercitivas del Estado. El Estado de derecho,
la propiedad, los contratos y el intercambio canalizan el interés
propio hacia el beneficio mutuo, mientras que la anarquía y el
no respeto a la propiedad confieren al interés propio un sentido
totalmente distinto y profundamente nocivo.

97
La moralidad del capitalismo

Se suele escuchar con frecuencia que Adam Smith creía que si


las personas se limitaban a actuar con egoísmo, todo estaría bien en
el mundo: que “la codicia hace girar al mundo”. Smith, desde ya, no
creía que depender exclusivamente de motivaciones egoístas fuera
a hacer del mundo un mejor lugar, ni promovía o alentaba compor-
tamientos egoístas. El extenso análisis que presenta en La teoría de
los sentimientos morales sobre la función del “espectador imparcial”
debería descartar dichas interpretaciones erróneas. Smith no era un
defensor del egoísmo, pero tampoco era suficientemente ingenuo
como para creer que la devoción desinteresada al bienestar de los
demás (o el hecho de profesar esa devoción) harían del mundo un
mejor lugar. Como señaló Stephen Holmes en su ensayo correctivo
“The Secret History of Self-Interest”,1 Smith conocía a la perfección
los efectos destructivos de muchas pasiones “desinteresadas”, como
la envidia, la malicia, la venganza, el fanatismo y demás. Los fanáticos
desinteresados de la Inquisición Española hicieron lo que hicieron
con la esperanza de que en el último momento de agonía los herejes
moribundos se arrepintieran y recibieran la gracia divina de Dios.
Esa doctrina se denominaba justificación salvífica. Humberto de
Romans, en sus instrucciones para los inquisidores, insistía que ellos
justificaran ante la congregación los castigos que debían imponer
a los herejes, porque “rogamos a Dios, y les rogamos que se unan a
nosotros en oración, para que el don de su gracia permita a aquellos
que deben ser castigados soportar pacientemente los castigos que
pretendemos imponerles (en demanda de justicia, pero con dolor),
de modo que redunden en la salvación. Es por eso que imponemos
dichos castigos”.2 En opinión de Smith, esa devoción desinteresada
al bienestar de los demás no era moralmente superior a aquellos
mercaderes supuestamente egoístas que buscaban enriquecerse
vendiendo cerveza y pescado seco salado a los clientes sedientos y
hambrientos.

1 "The Secret History of Self-Interest", en Stephen Holmes, Passions and Constraints: On the Theory of
Liberal Democracy (Chicago: University of Chicago Press, 1995).
2 Citado en Christine Caldwell Ames, Righteous Persecution: Inquisition, Dominicans, and Christianity in
the Middle Ages (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2008) P.44

98
La moralidad del capitalismo

Smith es difícilmente un defensor general de las conductas


egoístas, ya que la posibilidad de que dichas motivaciones permitan
impulsar el bienestar general “como si fueran guiadas por una mano
invisible” depende, en gran medida, del contexto de las acciones y,
en particular, del marco institucional.

En ocasiones, nuestro deseo egoísta de caer bien a los demás


puede, de hecho, llevarnos a adoptar una perspectiva moral, ya que
nos hace pensar en cómo los otros nos perciben. En los contextos
interpersonales a pequeña escala que suelen describirse en la Teoría
de los sentimientos morales, es posible que esa motivación resulte en
un beneficio general, ya que el “deseo de convertirnos en objeto de
los mismos sentimientos agradables y de ser tan afables y admirables
como aquellos que más amamos y admiramos” nos exige “conver-
tirnos en espectadores imparciales de nuestro carácter y nuestra
conducta”.3 Incluso el interés propio aparentemente excesivo, bajo
un marco institucional correcto, puede ser beneficioso para otros,
como ocurre en la historia que cuenta Smith acerca del hijo del
hombre pobre cuya ambición lo lleva a trabajar incansablemente
a fin de acumular riqueza y que descubre, tras una vida de trabajo
duro, que no es más feliz que el mendigo que toma sol al costado del
camino; la búsqueda ambiciosamente excesiva del propio interés por
parte del hijo del hombre pobre benefició al resto de la humanidad,
ya que lo llevó a producir y acumular la riqueza que hizo posible la
existencia de muchos otros, ya que “la tierra, por estos trabajos del
hombre, se vio obligada a redoblar su fertilidad natural y a mantener
a una mayor multitud de habitantes”.4

En el contexto más amplio de la economía política descrito en


muchos pasajes de la Investigación sobre la naturaleza y causas de

3  Adam Smith, “Teoría de los sentimientos morales”, D.D. Raphael y A.L. Macfie (eds.), vol. I de la edición de
Glasgow de las Obras y la Correspondencia de Adam Smith (Indianápolis: Liberty Fund, 1982). Capítulo: a
cap ii: Del amor a la alabanza, y a de ser loable, y del pavor al reproche, y a ser reprochable; consultado
en http://oll.libertyfund.org/title/192/2009137 el 30/05/2011 (en inglés).
4  Adam Smith, “Teoría de los sentimientos morales”, D.D. Raphael y A.L. Macfie (eds.), vol. I de la edición
de Glasgow de las Obras y la Correspondencia de Adam Smith (Indianápolis: Liberty Fund, 1982). Capí-
tulo: b cap i b: De la belleza que la apariencia de utilidad confiere a todas las producciones artísticas,
y de la generalizada influencia de esta especie de belleza; consultado en http://oll.libertyfund.org/
title/192/200137 el 30/05/2011.

99
La moralidad del capitalismo

la riqueza de las naciones, específicamente aquellos referidos a la


interacción con las instituciones del Estado, no es tan probable que
la búsqueda del propio interés tenga efectos positivos. El propio inte-
rés de los mercaderes, por ejemplo, los lleva a ejercer presión sobre el
Estado para promover la generación de consorcios, el proteccionismo
o incluso la guerra: "...esperar, de hecho, que la libertad de comercio
se restaurare completamente en Gran Bretaña, es tan absurdo como
esperar que una Océana o una Utopía se establezcan en el país. No se
oponen solo los intereses del público, sino también al interés privado
de muchas personas, que es mucho más inconquistable”.5 Las insig-
nificantes ganancias que obtienen los mercaderes de los monopolios
se adquieren a costa de las terribles cargas que se imponen sobre el
público en el caso de imperios y guerras:

En el sistema de leyes que se creó para la gestión de nuestras colonias en Amé-


rica y en las Indias Occidentales, el interés del consumidor local se sacrificó
a favor del interés del productor con una extravagante profusión de normas
mayor que en todo el resto de nuestras regulaciones comerciales. Se creó un
gran imperio con el único fin de desarrollar una nación de clientes que debían
ser obligados a comprar en los comercios de nuestros diversos productores
todos los bienes que dichos comercios podrían ofrecerles. En pos de esa leve
mejora del precio que este monopolio podría habilitar a nuestros productores,
los consumidores locales han sido sometidos a la carga de mantener y defen-
der dicho imperio. Con ese fin y ningún otro, en las últimas dos guerras, se
gastaron más de doscientos millones y se contrajo una nueva deuda de más
de ciento setenta millones por encima de lo que se había gastado en guerras
anteriores. El interés de esa deuda en sí mismo no solo es mayor que toda la
ganancia extraordinaria que pueda proyectarse y que se logrará a partir del
monopolio del comercio colonial, sino también que el valor completo de ese
comercio o el valor total de los bienes que se exportaron en promedio a las
colonias anualmente.6

5  Adam Smith, “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”, R.H. Cam-
pbell y A.S. Skinner (eds.), vol. I de la edición de Glasgow de las Obras y la Correspondencia de Adam
Smith (Indianápolis: Liberty Fund, 1981). Capítulo: [IV.ii] CAPÍTULO II: De las restricciones impuestas a
la introducción de aquellas mercaderías extranjeras que pueden producir en el país. Consultado en
http://oll.libertyfund.org/title/220/217458/2313890 el 23/08/2010 (en inglés).
6  Adam Smith, “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”, vol. 1 R.H.
Campbell y A.S. Skinner (eds.), vol. II de la edición de Glasgow de las Obras y la Correspondencia de
Adam Smith (Indianápolis: Liberty Fund, 1981). Capítulo: [IV. viii] CAPÍTULO VIII: Conclusión del sistema
mercantil. Consultado en http://oll.libertyfund.org/title/220/217484/2316261 el 23/08/2010.

100
La moralidad del capitalismo

Por lo tanto, la opinión de Smith acerca de la afirmación de Gor-


don Gecko, el personaje de la película Wall Street de Oliver Stone,
“La codicia es buena”, es sin lugar a dudas: “a veces sí, a veces no”
(asumiendo que todo comportamiento que proviene del interés propio
es “codicia”). La diferencia es el marco institucional.

¿Qué ocurre con la opinión habitual de que los mercados favore-


cen las conductas egoístas, que la actitud psicológica que engendra
el intercambio promueve el egoísmo? No conozco ninguna razón de
peso para pensar que los mercados promueven el egoísmo o
la codicia, en el sentido de que la interacción de mercado aumente
la cantidad de codicia o la propensión de las personas a ser egoístas,
en comparación con lo que se observa en las sociedades gobernadas
por Estados que suprimen, desalientan, o perturban los mercados,
o interfieren con ellos. De hecho, los mercados posibilitan que los
más altruistas, y también los más egoístas, persigan sus fines en
paz. Los que dedican sus vidas a ayudar a los demás usan los mer-
cados con ese fin, tal como los utilizan aquellos que tienen la meta
de aumentar su acumulación de riqueza. Algunos de estos últimos
incluso acumulan riqueza para aumentar su capacidad de ayudar a
otros. George Soros y Bill Gates son ejemplos de esa actitud; ganan
enormes cantidades de dinero, al menos en parte para aumentar
su capacidad de ayudar a otros a través de sus variadas actividades
solidarias. La generación de riqueza en el contexto de la búsqueda
de ganancias les permite ser generosos.

Un filántropo o santo desea usar la riqueza que tiene disponible


para alimentar, vestir y confortar a la mayor cantidad posible de
personas. Los mercados le permiten encontrar los precios más bajos
de abrigo, de alimento y de medicamentos para atender a quienes
necesitan su asistencia. Los mercados permiten que la generación de
riqueza pueda utilizarse para ayudar a los desafortunados y facilitan
que los caritativos maximicen su capacidad de ayudar a otros. Los
mercados hacen posible la caridad.

Un error común es el de identificar los fines de las personas ex-


clusivamente con su “interés propio”, que a su vez se confunde con

101
La moralidad del capitalismo

“egoísmo”. Los fines de las personas en el mercado son, en efecto, fines


personales, pero como personas con fines, también nos preocupan
los intereses y al bienestar de los otros: los integrantes de nuestra
familia, nuestros amigos, nuestros vecinos e incluso completos ex-
traños que jamás conoceremos. Los mercados ayudan, sin duda, a
las personas a tomar consciencia sobre las necesidades de los otros,
incluso de completos extraños.

Philip Wicksteed presentó un análisis matizado de las motivaciones


en los intercambios de mercado. En lugar de referirse al “egoísmo” para
explicar las motivaciones detrás de la participación en intercambios
de mercado (uno podría ir al mercado para comprar alimento para los
pobres, por ejemplo), acuñó el término “no-tuismo”.7 Podemos vender
nuestros productos para ganar dinero para ayudar a nuestros amigos
o incluso a extraños, pero cuando regateamos para obtener el precio
más bajo o el más alto, no es habitual que lo hagamos teniendo en
cuenta el bienestar de la otra parte con la que estamos negociando.
Si lo hacemos, estamos haciendo un intercambio y un regalo, lo
que complica un poco la naturaleza del intercambio. Aquellos que
pagan deliberadamente más de lo necesario no suelen ser buenos
empresarios, y, como señalara H.B. Acton en su libro The Morals of
the Markets,8 administrar un negocio con pérdidas es en general una
manera muy insensata, e incluso estúpida, de ser filántropo.

Para aquellos que celebran la participación en política como


algo superior a la participación en la industria y el comercio, es ne-
cesario recordar que la primera actividad puede ser muy dañina y
es poco habitual que sea beneficiosa. Voltaire, antes que Smith, vio
la diferencia claramente. En su ensayo “Sobre el comercio”, de sus
Cartas filosóficas (escritas por Voltaire en inglés, idioma en el que
era bastante fluido, y luego rescritas por él en francés y publicadas
como Lettres Philosophiques o Cartas inglesas) señaló:

7  “La características específicas de una relación económica no es su ‘egoismo’, sino su ‘no-tuismo’”. Philip
H. Wicksteed, The Commonsense of Political Economy, including a Study of the Human Basis of Economic
Law (Londres: Macmillan, 1910). Capítulo: Capítulo V: Business and the economic nexus. Consultado
en http://oll.libertyfund.org/title/1415/38938/104356 el 23/08/2010 (en inglés).
8 H.B. Acton, The Morals of Markets and Related Essays, David Gordon y Jeremy Shearmur (eds.) (India-
napolis: Liberty Fund, 1993).

102
La moralidad del capitalismo

En Francia puede ser el marqués quien lo desee; cualquiera puede llegar a


París desde una provincia distante, con suficiente dinero para gastar y un
nombre terminado en “ac” o en “ille”, y permitirse decir: “Un hombre como yo,
un hombre de mi categoría...”, y despreciar soberanamente a un comerciante.
El comerciante es tan tonto que, al oír con frecuencia hablar despectivamen-
te de su profesión, termina por avergonzarse. Sin embargo, no sé quién es
más útil a una Nación, si un noble todo empolvado, que sabe exactamente a
qué hora se acuesta y se levanta el rey, que se pavonea como un gran señor
mientras representa el papel de esclavo en las antecámaras de un ministro,
o un comerciante que enriquece a su país, que desde su escritorio da órdenes
a Surata y El Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo.9

Los comerciantes y los capitalistas no deben avergonzarse cuando


nuestros políticos e intelectuales contemporáneos los miran con
desdén y se pavonean declamando esto y condenando aquello, sin
dejar de demandar que los comerciantes, capitalistas, trabajadores,
inversionistas, artesanos, agricultores, inventores y demás productores
fructíferos generen la riqueza que los políticos confiscan y que los
intelectuales anticapitalistas odian, pero consumen codiciosamente.

Los mercados no presuponen ni dependen de que las personas


sean egoístas, como tampoco lo hace la política. Tampoco es cierto
que los intercambios de mercado fomenten conductas o motivacio-
nes más egoístas que la política. Sin embargo, a diferencia de lo que
ocurre en el caso de la política, el libre intercambio entre partici-
pantes dispuestos genera riqueza y paz, condiciones que permiten el
florecimiento de la generosidad, la amistad y el amor. Y eso también
tiene su mérito, como muy bien comprendió Adam Smith.

9 Voltaire, Cartas inglesas, Nicholas Cronk (ed.), (Oxford: Oxford University Press, 1999), pág. 43.

103
La moralidad del capitalismo

104
La moralidad del capitalismo

AYN RAND Y EL CAPITALISMO:


LA REVOLUCIÓN MORAL
POR DAVID KELLEY

En este ensayo, el filósofo objetivista David Kelley propone una


“cuarta revolución” para completar los cimientos del mundo mo-
derno y proteger los logros conseguidos gracias al capitalismo.

David Kelley es el director ejecutivo de The Atlas Society,


que promueve el desarrollo y la divulgación de la filosofía del
objetivismo. Kelley es autor de The Evidence of the Senses,
The Art of Reasoning (uno de los manuales de lógica más uti-
lizados en Estados Unidos), A Life of One’s Own: Individual
Rights and the Welfare State, y otros títulos. Enseñó filosofía
en el Vassar College y la Universidad de Brandeis, y ha publi-
cado numerosos artículos en diversos medios, como Harper’s,
The Sciences, Reason, Harvard Business Review y Barron’s.

Este ensayo se reimprimió con autorización del autor de The


New Individualist, primavera de 2009.

105
La moralidad del capitalismo

“Está en nuestras manos hacer el mundo de nuevo”.


T H O M A S PA I N E , C O M M O N S E N S E , 1 7 9 2 .

La crisis de los mercados financieros generó un predecible caudal


de sentimientos anticapitalistas. A pesar de que las regulaciones
gubernamentales fueron una de las grandes causas de la crisis, los
anticapitalistas y sus facilitadores en los medios culparon al mercado
y exigieron nuevas restricciones. El gobierno ya ejerce un grado de
intervención sin precedentes en los mercados financieros, y ahora
parece evidente que los nuevos controles económicos irán mucho
más allá de Wall Street.

La regulación de la producción y el comercio es una de las dos


cosas básicas que hace el gobierno en nuestra economía mixta. La
otra es la redistribución: la transferencia de ingresos y riqueza de un
conjunto de personas a otro. También en ese terreno, los anticapita-
listas aprovecharon la ocasión para exigir nuevos derechos, como un
seguro de salud garantizado, junto con mayores cargas impositivas
para los más ricos. La crisis económica, más la elección de Barack
Obama, dejó al descubierto una enorme demanda de redistribución
que estaba contenida. ¿De dónde proviene esa demanda? Para po-
der brindar una respuesta fundamentada a esa pregunta, debemos
retrotraernos a los orígenes del capitalismo y observar con mayor
atención los argumentos a favor de la redistribución.

El sistema capitalista llegó a su madurez en el siglo comprendido


entre 1750 y 1850 como resultado de tres revoluciones. La primera
fue una revolución política: el triunfo del liberalismo, sobre todo de
la doctrina de los derechos naturales, y la idea de que el gobierno
debía estar limitado en sus funciones a la protección de los derechos
individuales, entre ellos los derechos de propiedad. La segunda revo-
lución fue el nacimiento de la ciencia económica, ejemplificado en La
riqueza de las naciones de Adam Smith. Smith demostró que, cuando
las personas tienen la libertad de perseguir sus propios intereses
económicos, el resultado no es el caos sino un orden espontáneo, un
sistema de mercado en el que se coordinan los actos individuales y se

106
La moralidad del capitalismo

produce más riqueza que en una economía dirigida por el gobierno.


La tercera revolución, obviamente, fue la Revolución Industrial. La
innovación tecnológica permitió un apalancamiento que multiplicó
significativamente el poder de producción del hombre. Como conse-
cuencia, no solo aumentó el nivel de vida de todos sino que, además,
ofreció a las personas despiertas y emprendedoras la posibilidad de
aspirar a generar una fortuna inimaginable hasta entonces.

La revolución política, el triunfo de la doctrina de los derechos in-


dividuales, se vio acompañada por un espíritu de idealismo moral. Era
la liberación del hombre de la tiranía, el reconocimiento de que toda
persona, sea cual sea su estatus social, es un fin en sí misma. Pero la
revolución económica se expresó en términos moralmente ambiguos:
como sistema económico, existía la idea generalizada de que el capita-
lismo había sido concebido en pecado. El deseo de riquezas cayó bajo la
sombra de la condena cristiana del egoísmo y la avaricia. Los primeros
estudiantes del orden espontáneo eran conscientes de que estaban
afirmando una paradoja moral: la paradoja, en palabras de Bernard Man-
deville, de que los vicios privados podían producir beneficios públicos.

Los críticos del mercado siempre se han beneficiado de esas dudas


acerca de su moralidad. El movimiento socialista se sostenía en denun-
cias de que el capitalismo traía aparejados el egoísmo, la explotación,
la alienación y la injusticia. En versiones más moderadas, la misma
creencia produjo el estado de bienestar, que redistribuye el ingreso por
medio de programas gubernamentales en nombre de la “justicia social”.
El capitalismo nunca pudo escapar de la ambigüedad moral en la que
fue concebido. Se lo valora por la prosperidad que trae; se lo valora como
precondición necesaria para la libertad política e intelectual. Pero pocos
de sus defensores están dispuestos a afirmar que el modo de vida esencial
para el capitalismo —la búsqueda de la satisfacción del propio interés
por medio de la producción y el comercio— es moralmente honorable,
mucho menos que es noble e idealista.

No es ningún misterio de dónde viene la antipatía moral por el


mercado. Surge de la ética del altruismo, profundamente arraigada en
la cultura occidental, así como en la mayoría de las culturas. De acuerdo

107
La moralidad del capitalismo

con los parámetros del altruismo, la búsqueda de la satisfacción del


propio interés es un acto neutral, en el mejor de los casos, que excede el
terreno de la moralidad; en el peor de los casos, es un pecado. Es cierto
que el éxito en el mercado se logra por medio del comercio voluntario
y, por lo tanto, satisfaciendo las necesidades de los otros. Pero también
es verdad que los exitosos están motivados por la ganancia personal,
y la ética se ocupa tanto de las motivaciones como de los resultados.

En el discurso cotidiano, el término “altruismo” suele entenderse


como simple amabilidad o cortesía. Pero su verdadero significado,
histórico y filosófico, es el del sacrificio personal. Para los socialistas
que acuñaron el término, significaba la sumersión total del yo en el
conjunto social. Según Ayn Rand, “El principio básico del altruismo
es que el hombre no tiene derecho a existir por su propio bien, que el
servicio a los demás es la única justificación de su existencia y que
el autosacrificio es el deber moral, la virtud y el valor más perfecto”.
En sentido estricto, el altruismo es la base de diversos conceptos de
“justicia social” que se usan para defender los programas guberna-
mentales de redistribución de la riqueza. Esos programas representan
el sacrificio obligatorio de quienes deben pagar los impuestos para
financiarlos. Representan el uso de los individuos como recurso co-
lectivo, como medio para el fin de otros. Esa es la razón fundamental
por la que cualquiera que defienda el capitalismo debería oponerse
a ellos por motivos morales.

Las demandas por justicia social


Las demandas por justicia social adoptan dos formas distintas,
que llamaré ‘bienestarismo’ e ‘igualitarismo’. De acuerdo con el
bienestarismo, las personas tienen derecho a satisfacer ciertas
necesidades vitales, como un mínimo nivel de alimento, vivienda,
ropa, atención médica, educación y demás. Es responsabilidad de la
sociedad garantizar que todos sus miembros tengan acceso a esas
necesidades. Pero el sistema capitalista de laissez-faire no garantiza
eso para todos. Por lo tanto, según los bienestaristas, el capitalismo
falla con su responsabilidad moral y debe modificarse por medio

108
La moralidad del capitalismo

de la acción estatal para brindar esos bienes a los que no pueden


obtenerlos por sus propios medios.

Según el igualitarismo, la riqueza que produce una sociedad debe


distribuirse equitativamente. Es injusto que algunos ganen quince,
cincuenta o cien veces más ingresos que otros. Pero el capitalismo
de laissez-faire permite y alienta esas disparidades en el ingreso y la
riqueza y, por lo tanto, es injusto. El rasgo distintivo del igualitarismo
es el uso de la estadística en la distribución del ingreso. En el año 2007,
por ejemplo, el 20% de los hogares estadounidenses de más altos in-
gresos ganaba el 50% de los ingresos totales, mientras que el 20% de
los hogares con menores ingresos obtenía apenas el 3,4%. El objetivo
del igualitarismo es reducir esa brecha; todo cambio en pos de una
mayor igualdad se considera una ganancia en términos de equidad.

La diferencia entre esas dos concepciones de la justicia social


es la diferencia entre los niveles absolutos y relativos de bienestar
individual. Los bienestaristas demandan que las personas tengan
acceso a cierto nivel mínimo de vida. Mientras exista ese piso o
esa “red de seguridad”, no importa cuánta riqueza tengan los
demás ni cuán grandes sean las diferencias entre ricos y pobres.
De modo que lo que más les interesa a los bienestaristas son los
programas que benefician a las personas que están bajo una línea
determinada de pobreza, las que están enfermas, desempleadas o
sufren alguna otra privación. A los igualitaristas, en cambio, les
preocupa el bienestar relativo. Los igualitaristas suelen decir que,
entre dos sociedades, prefieren aquella en la cual la riqueza se dis-
tribuye de un modo más parejo aunque su nivel de vida global sea
más bajo. Por lo tanto, los igualitaristas tienden a apoyar medidas
de gobierno tales como los impuestos progresivos, que apuntan a
redistribuir la riqueza en toda la escala de ingresos, no solo en la
franja más baja. También son proclives a secundar la nacionaliza-
ción de bienes como la educación y la medicina, quitándolos por
completo del mercado para ofrecérselos a todos más o menos por
igual. Analicemos estos dos conceptos de la justicia social.

109
La moralidad del capitalismo

El bienestarismo: la obligación no elegida


La premisa fundamental del bienestarismo es que las personas
tienen derecho a disfrutar de bienes tales como la comida, la vivienda
y la atención médica. Les corresponden por derecho. De acuerdo
con ese supuesto, quien se ve beneficiado por un programa guber-
namental no hace más que recibir lo que se le debe del mismo modo
que un comprador debe recibir el bien por el que pagó. Cuando el
Estado otorga beneficios para el bienestar social, se limita a proteger
derechos, como protege a un comprador del fraude. En ninguno de
los dos casos corresponde a sentir gratitud.

El concepto de derechos de bienestar social —o derechos po-


sitivos, como suele llamárselos— se formó sobre la base de los
derechos liberales tradicionales a la vida, la libertad y la propiedad.
Pero hay una diferencia muy conocida: los derechos tradicionales
son derechos a actuar sin la intervención de los otros. El derecho a
la vida es el derecho a actuar en pos de la autopreservación. No es el
derecho a ser inmune a la muerte por causa natural, ni siquiera a una
muerte prematura. El derecho a la propiedad es el derecho a comprar
y vender libremente y a apropiarse de bienes de la naturaleza que
carecen de dueño. Es el derecho a exigir propiedad, pero no a recibir
una dotación de la naturaleza ni del Estado; no es una garantía de
éxito en el intento de adquirir algo. Por consiguiente, esos derechos
solo imponen a los otros la obligación negativa de no interferir, de
no impedir por la fuerza que la persona actúe como elige. Si me ex-
pulsaran fuera de la sociedad —a una isla desierta, por ejemplo—,
mis derechos estarían plenamente seguros. Quizá no viva mucho
tiempo, y seguramente no viva bien, pero estaría totalmente libre
de asesinato, robo y agresión.

En cambio, los derechos de bienestar social son concebidos como


derechos a poseer y disfrutar ciertos bienes, sin importar cómo actúe
uno; son derechos a recibir esos bienes de parte de otras personas
si uno no puede procurárselos por sí mismo. Por consiguiente, los
derechos de bienestar social imponen obligaciones positivas a los

110
La moralidad del capitalismo

otros. Si tengo derecho al alimento, alguien tiene la obligación de


producirlo. Si no puedo pagarlo, alguien tiene la obligación de com-
prármelo. Los bienestaristas a veces sostienen que la obligación se
impone a la sociedad como un todo, no a un individuo específico.
Pero la sociedad no es una entidad, ni mucho menos un agente mo-
ral, más allá de sus miembros individuales, de modo que cualquier
obligación de ese tipo recae sobre nosotros como individuos. En la
medida en que los derechos de bienestar social se implementan a
través de programas gubernamentales, por ejemplo, la obligación se
distribuye entre todos los contribuyentes.

Es decir que, desde el punto de vista ético, la esencia del bien-


estarismo es la premisa de que la necesidad de una persona es la
obligación de otras. La obligación puede abarcar solo a una ciudad
o un país; no podría alcanzar a toda la humanidad. Sin embargo,
en todas las versiones de la doctrina, la obligación no depende de
nuestra relación personal con la persona necesitada, ni de nuestra
elección de ayudar ni de nuestra evaluación sobre si es merecedor
de nuestra ayuda. Es una obligación no elegida que se desprende del
mero hecho de su necesidad.

Pero debemos dar un paso más en el análisis. Si vivo solo en una


isla desierta, como no hay nadie más no me pueden proveer los bienes
que necesito, por lo tanto no tengo derechos de bienestar social. Por
el mismo motivo, si vivo en una sociedad primitiva en la que no se
conoce la medicina, no tengo derecho a la atención médica. El alcance
de los derechos de bienestar social está relacionado con el nivel de
riqueza económica y con la capacidad productiva de cada sociedad.
Del mismo modo, la obligación de las personas de satisfacer las
necesidades de los otros depende de su capacidad de hacerlo. Nadie
puede hacerme responsable como individuo de no poder brindar a
otros algo que no puedo producir para mí.

Si puedo producirlo pero sencillamente prefiero no hacerlo, ¿qué


implicaría? Supongamos que soy capaz de ganar un ingreso mucho
mayor del que tengo, un ingreso por el que debería pagar impuestos
que mantendrían a una persona que, de lo contrario, pasaría hambre.

111
La moralidad del capitalismo

¿Estoy obligado a trabajar más duramente, a ganar más, por el bien


de esa persona? No conozco a ningún filósofo del bienestarismo
que esté dispuesto a afirmarlo. La obligación moral que me impone
la necesidad de otra persona depende no solo de mi capacidad de
producir sino también de mi voluntad para hacerlo.

Y eso nos dice algo importante acerca de la perspectiva ética del


bienestarismo. No afirma la obligación de procurar satisfacer las ne-
cesidades humanas, ni mucho menos la obligación de tener éxito para
conseguirlo. Se trata de una obligación condicional: quienes logran
generar riqueza solo pueden hacerlo con la condición de compartirla
con otros. La meta no es tanto beneficiar a los necesitados como
limitar a los más capaces. El supuesto implícito es que la capacidad
y la iniciativa de una persona son activos sociales, que solo pueden
ejercerse con la condición de que se pongan al servicio de los otros.

El igualitarismo: la distribución “justa”


Si analizamos ahora el igualitarismo, notaremos que llegamos al
mismo principio por un camino lógico distinto. El marco ético del
igualitarismo se define por el concepto de justicia más que por el de
los derechos. Si observamos a la sociedad como un todo, veremos
que el ingreso, la riqueza y el poder se distribuyen de una manera
determinada entre individuos y grupos. La pregunta básica es la si-
guiente: ¿es la distribución existente justa? Si no lo es, debe corregirse
mediante la redistribución a través de programas gubernamentales.
Una economía de mercado puro, por supuesto, no produce igualdad
entre los individuos. Pero son pocos los igualitaristas que afirman
que el resultado debe ser una igualdad estricta por justicia. La postura
más frecuente es que hay una presunción a favor de los resultados
igualitarios, y que todo desvío de la igualdad debe justificarse sobre
la base de sus beneficios para la sociedad en su conjunto. El escritor
inglés R. H. Tawney sostuvo que “la desigualdad en las circunstancias
se considera razonable en tanto sea condición necesaria para garantizar
los servicios que requiere la comunidad”. El famoso “principio de la
diferencia” de John Rawls —que las desigualdades están permitidas

112
La moralidad del capitalismo

siempre y cuando estén al servicio de los intereses de las personas


menos favorecidas de la sociedad— es solo el ejemplo más reciente
de esta perspectiva. En otras palabras, los igualitaristas reconocen
que un emparejamiento estricto tendría un efecto desastroso en la
producción. Admiten que no todas las personas aportan por igual a
la riqueza de una sociedad. Por lo tanto, hasta cierto punto, la gente
debe verse recompensada de acuerdo con su capacidad productiva,
como incentivo para hacer su mayor esfuerzo. Pero esas diferencias
deben limitarse a las que sean necesarias para el bien público.

¿Cuál es el fundamento filosófico de ese principio? Los igualita-


ristas suelen sostener que deriva lógicamente del principio básico de
justicia: que las personas solo deben recibir un trato diferente si tienen
discrepancias morales relevantes. Sin embargo, si vamos a aplicar ese
principio fundamental a la distribución del ingreso, primero debemos
dar por supuesto que la sociedad asume la tarea de distribuir el ingreso.
Ese supuesto es totalmente falso. En una economía de mercado, el
ingreso está determinado por las elecciones de millones de personas:
consumidores, inversionistas, empresarios y trabajadores. Esas elec-
ciones se coordinan mediante las leyes de la oferta y la demanda, y no
es casual que un emprendedor exitoso, por ejemplo, gane mucho más
que un jornalero. Pero tampoco es el resultado de ninguna intención
consciente de la sociedad. En el año 2007, la conductora de televisión
mejor pagada en los Estados Unidos fue Oprah Winfrey, que ganó 260
millones de dólares. Eso no fue porque la “sociedad” hubiera decidido
que valía esa cantidad de dinero, sino porque millones de televidentes
decidieron que valía la pena ver su programa. Ahora sabemos que
ni siquiera en una economía socialista los resultados económicos
son controlados por los planificadores del gobierno. Incluso en esas
sociedades hay un orden espontáneo, aunque corrupto, en el que los
resultados están determinados por disputas burocráticas internas,
mercados negros y demás.

A pesar de que no existe un acto explícito de distribución, los


igualitaristas suelen afirmar que la sociedad es responsable de ga-
rantizar que la distribución estadística del ingreso se adecue a ciertos

113
La moralidad del capitalismo

parámetros de justicia. ¿Por qué? Porque la producción de riqueza es


un proceso cooperativo y social. Se crea más riqueza en una sociedad
caracterizada por el comercio y la división del trabajo que en una
sociedad de productores autosuficientes. La división del trabajo
quiere decir que mucha gente aporta a la elaboración del producto
final, mientras que el comercio hace que la responsabilidad por
la riqueza que reciben los productores sea compartida por un
círculo aun mayor de personas. De acuerdo con los igualitaristas,
esas relaciones transforman hasta tal punto la producción que
el grupo en su conjunto debe considerarse como la verdadera
unidad de producción y la verdadera fuente de riqueza. Por
lo menos, esa es la raíz de la diferencia de riqueza que existe entre
una sociedad cooperativa y una sociedad no cooperativa. Por lo
tanto, la sociedad debe garantizar que los frutos de su cooperación
se distribuyan con justicia entre todos sus participantes.

Pero este argumento solo es válido si consideramos que la riqueza


económica es un producto social anónimo en el que es imposible aislar
los aportes individuales. Solo en ese caso será necesario formular
principios de justicia distributiva a posteriori para asignar partici-
paciones en el producto. Pero, una vez más, se trata de un supuesto
evidentemente equivocado. Lo que suele llamarse producto social es
en realidad una gran variedad de productos y servicios individuales
disponibles en el mercado. Es claramente posible saber a qué bien o
servicio una persona contribuyó en la producción. Del mismo modo
cuando la elaboración de un producto está en manos de un conjunto
de individuos, como ocurre en una empresa, es posible determinar
quién hizo qué. Al fin y al cabo, un empleador no contrata empleados
por capricho. Los trabajadores se contratan por el aporte que se prevé
que harán sus esfuerzos al producto final. Los igualitaristas mismos
lo reconocen cuando dicen que las desigualdades son aceptables si
constituyen un incentivo para que los más productivos incrementen
la riqueza total de una sociedad. A fin de garantizar que los incentivos
lleguen a las personas correctas, como señaló Robert Nozick, hasta
los igualitaristas deben suponer que podemos identificar los efectos
de los aportes individuales. En pocas palabras, no hay razón para

114
La moralidad del capitalismo

aplicar el concepto de justicia a la distribución estadística del ingreso


o la riqueza en una economía. Debemos abandonar la imagen de una
gran torta que es dividida por un padre benevolente que quiere ser
justo con todos sus hijos sentados a la mesa.

Una vez que renunciamos a esa imagen, ¿qué pasa con el princi-
pio que propugnan Tawney, Rawls y otros, de que las desigualdades
solo son aceptables si favorecen los intereses de todos? Si esa idea
no puede fundarse en la justicia, debe considerarse una obligación
que tenemos entre todos como individuos. Desde esa perspectiva,
vemos que es el mismo principio que identificamos como la base
de los derechos de bienestar social. El principio es que quienes son
productivos solo pueden disponer de los frutos de su esfuerzo con
la condición de que su esfuerzo también beneficie a los demás. No
hay obligación de producir, de crear, ni de generar un ingreso pero,
si lo hacemos, aparecen las necesidades ajenas como limitación de
nuestros actos. Nuestra capacidad, nuestra iniciativa, nuestra inte-
ligencia, nuestra dedicación a lograr nuestros objetivos y todas las
demás cualidades que hacen posible el éxito son activos personales
que imponen una obligación con quienes tienen menos capacidad,
iniciativa, inteligencia o dedicación.

En otras palabras, toda forma de justicia social se apoya en


el supuesto de que la capacidad individual es un activo social. El
supuesto no se limita a que el individuo no debería utilizar sus ta-
lentos para pisotear los derechos de los menos capaces. Tampoco
sostiene meramente que la bondad y la generosidad son virtudes. El
supuesto afirma que el individuo debe considerarse, por lo menos
en parte, un medio para el bien de otros. Y aquí llegamos al núcleo
de la cuestión: al respetar los derechos de los demás, reconozco que
son fines en sí mismos, que no puedo tratarlos como simples medios
para conseguir mi satisfacción, como trato a los objetos inanimados.
Entonces, ¿por qué no es igualmente moral considerarme a mí mismo
como un fin? Por respeto a mi dignidad como ser moral, ¿por qué no
debería negarme a considerarme un medio al servicio de los demás?

115
La moralidad del capitalismo

Hacia una ética individualista


La justificación del capitalismo que hace Ayn Rand se basa en
una ética individualista que reconoce el derecho moral a buscar la
satisfacción del interés propio y rechaza el altruismo desde la raíz.

Los altruistas sostienen que la vida nos plantea una elección


básica: debemos sacrificar a otros por nosotros o bien sacrificarnos
por los demás. Ellos eligen esto último, y el supuesto es que la única
alternativa es vivir como un predador. Pero, según Rand, esto es una
disyuntiva falsa. La vida no exige sacrificios en ninguna dirección.
Los intereses de las personas racionales no entran en conflicto, y la
búsqueda de la satisfacción de nuestro propio interés genuino nos exige
interactuar con los demás en un intercambio pacífico y voluntario.

Para comprender por qué, preguntémonos cómo decidimos qué


conviene a nuestro propio interés. Un interés es un valor que bus-
camos obtener: riqueza, placer, seguridad, amor, autoestima o algún
otro bien. La filosofía ética de Rand se basa en la percepción de que
el valor fundamental, el summum bonum, es la vida. La existencia
de los organismos vivos, su necesidad de sostenerse por medio de
la acción constante para satisfacer sus necesidades, es lo que da
lugar a todo el fenómeno de los valores. Un mundo sin vida sería
un mundo de hechos pero sin valores, un mundo en el que no po-
dría decirse de ningún estado que es mejor o peor que otro. Por lo
tanto el parámetro fundamental del valor, en referencia al que las
personas deben juzgar lo que les conviene, es su vida: no la mera
supervivencia de un momento al otro, sino la plena satisfacción de
las necesidades a través del ejercicio constante de sus facultades.

La facultad primaria del hombre, su medio primordial de supervi-


vencia, es el raciocinio. La razón nos permite vivir de la producción y,
de ese modo, superar el precario nivel de la caza y la recolección. La
razón es la base del lenguaje, que nos hace posible cooperar y trans-
mitir conocimientos. Es la base de las instituciones sociales regidas
por normas abstractas. El propósito de la ética es brindar parámetros
para vivir de acuerdo con la razón, al servicio de nuestra vida.

116
La moralidad del capitalismo

Para vivir de acuerdo con la razón, debemos aceptar la inde-


pendencia como virtud. La razón es una facultad del individuo. No
importa cuánto aprendamos de los demás, el acto del pensamiento
ocurre en la mente de manera individual. Cada uno de nosotros debe
iniciarlo por su propia voluntad y dirigirlo con su esfuerzo mental.
Por lo tanto, la racionalidad nos exige aceptar la responsabilidad
de dirigir y sostener nuestra propia vida.

Para vivir de acuerdo con la razón, también debemos aceptar la


productividad como virtud. La producción es el acto de crear valor. Los
seres humanos no pueden llevar una vida segura y plena buscando lo
que necesitan en la naturaleza, como los demás animales. Tampoco
pueden vivir como parásitos de los demás. En palabras de Rand:

Aun si algunos hombres intentan sobrevivir por medio de la fuerza bruta o


el fraude, saqueando, robando, engañando o esclavizando a los hombres que
producen, de todos modos su supervivencia es únicamente posible gracias
a sus víctimas, los hombres que eligen pensar y producir los bienes de los
cuales los saqueadores se apropian. Estos saqueadores son parásitos incapaces
de sobrevivir, que existen destruyendo a los que sí tienen esa capacidad, a
aquellos que siguen un curso de acción propio del hombre.

El egoísta suele describirse como alguien que hace lo que sea


para obtener lo que quiere: alguien que está dispuesto a mentir, a
robar y a intentar dominar a los demás para satisfacer sus deseos.
Como a la mayoría de la gente, a Rand ese modo de vida le parecería
inmoral. Pero ella no diría que una persona así es inmoral porque
perjudica a los demás; diría que es inmoral porque se perjudica a
sí misma. El deseo subjetivo no es la prueba que demuestra si algo
nos conviene, y el engaño, el robo y el poder no son los medios
adecuados para alcanzar la felicidad ni llevar una vida exitosa. Las
virtudes que he mencionado son parámetros objetivos. Nacen de la
naturaleza humana y, por lo tanto, se aplican a todos los seres hu-
manos. Pero su propósito es permitirle a cada persona “conseguir,
mantener, realizar y gozar del valor último, el fin en sí mismo que es
su propia vida”. Es por esto que el propósito de la ética es decirnos
cómo satisfacer nuestros verdaderos intereses, no cómo sacrificarlos.

117
La moralidad del capitalismo

El principio de quien intercambia


Entonces, ¿cómo debemos comportarnos con los demás? La ética
social de Rand descansa sobre dos principios básicos: el principio
de los derechos y el principio de la justicia. El primero establece
que debemos tener un trato pacífico con los demás, regido por el
intercambio voluntario, sin utilizar la fuerza contra ellos. Solo así
podemos vivir con independencia, sobre la base de nuestros propios
esfuerzos productivos; el que intenta vivir controlando a los otros
es un parásito. Además, en una sociedad organizada, debemos
respetar los derechos de los otros si queremos que se respeten los
nuestros. Es este el único modo de obtener los muchos beneficios
de la interacción social: los beneficios del intercambio económico e
intelectual, y los valores de las relaciones personales más íntimas.
La fuente de esos beneficios es la racionalidad, la productividad, la
individualidad del otro, y esas cosas necesitan libertad para prospe-
rar. Si vivimos por medio de la fuerza, atacamos la raíz de los valores
que buscamos alcanzar.

El principio de justicia es lo que Rand llama el principio de quien


intercambia: vivir del intercambio, ofreciendo valor a cambio de valor,
sin buscar ni otorgar lo que no se ha ganado. Una persona honorable
no expone sus necesidades como reclamo hacia los demás; ofrece valor
como la base de cualquier relación. Tampoco acepta una obligación
impuesta de satisfacer las necesidades ajenas. Nadie que valore su
propia vida puede aceptar la responsabilidad indeterminada de ser el
cuidador de su hermano. Y ninguna persona independiente desearía
que nadie la cuidara de ese modo, ni un amo ni el Departamento de
Salud y Servicios Humanos. Según observa Rand, el principio del
intercambio es la única base sobre la que pueden interactuar los
seres humanos como iguales independientes.

En resumen, la ética objetivista trata al individuo como un fin


en sí mismo en todo el sentido de la palabra. De eso se desprende
que el capitalismo es el único sistema justo y moral. La sociedad
capitalista se basa en el reconocimiento y la protección de los dere-

118
La moralidad del capitalismo

chos individuales. En la sociedad capitalista, los hombres tienen la


libertad de perseguir sus propios fines por medio del ejercicio de sus
facultades. Como en toda sociedad, están limitados por las leyes de
la naturaleza. Ni el alimento, ni la vivienda, ni la ropa, ni los libros,
ni los medicamentos caen del cielo; hay que producirlos. Y, como en
toda sociedad, los hombres también están limitados por su propia
naturaleza, por la medida de su capacidad individual. Pero la única
limitación social que impone el capitalismo es la condición de que
quienes deseen los servicios de los demás ofrezcan valor a cambio.
Nadie debe usar al Estado para expropiar lo que otros produjeron.

Los resultados económicos en el mercado —la distribución del


ingreso y la riqueza— dependen de las acciones e interacciones volun-
tarias de todos los participantes. El concepto de justicia no se aplica
al resultado sino al proceso de la actividad económica. El ingreso de
una persona es justo si se gana por medio del intercambio voluntario,
como recompensa por el valor ofrecido, según lo juzga aquel a quien
se le ofrece. Hace tiempo que los economistas saben que no existe tal
cosa como el precio justo de un bien, más allá de las valoraciones que
hacen los participantes del mercado sobre el valor del bien para ellos.
Lo mismo ocurre con el precio de los servicios humanos productivos.
Eso no significa que debo medir lo que valgo por mi ingreso, sino sim-
plemente que, si deseo vivir del intercambio con los demás, no puedo
exigirles que acepten mis condiciones a costa de sus propios intereses.

La benevolencia como un valor elegido


¿Qué pasa con alguien pobre, discapacitado o de algún modo inca-
paz de mantenerse a sí mismo? Esta es una pregunta válida siempre y
cuando no sea la primera pregunta que nos hagamos sobre un sistema
social. Es un legado del altruismo creer que el criterio principal para
evaluar una sociedad es el modo en que trata a sus miembros menos
productivos. “Bienaventurados los pobres de espíritu”, dijo Jesús;
“bienaventurados los que sufren”. Pero no hay ninguna base en la
justicia que sostenga una especial estima por los pobres ni los que
sufren, ni para considerar que sus necesidades son primordiales. Si

119
La moralidad del capitalismo

tuviéramos que elegir entre una sociedad colectivista en la que nadie


es libre pero nadie pasa hambre y una sociedad individualista en la
que todos son libres pero algunos pocos están privados de alimento,
yo argumentaría que la segunda sociedad, la sociedad libre, es la op-
ción moral. Nadie puede reclamar el derecho de obligar a los demás a
ayudarlo involuntariamente, ni siquiera si su vida dependiera de ello.

Pero no nos enfrentamos a esa opción. De hecho, los pobres


están en una situación mucho mejor en el capitalismo que en el so-
cialismo y hasta en el estado de bienestar. Es un dato histórico que
las sociedades en las que nadie es libre, como la ex Unión Soviética,
son sociedades en las que un gran número de personas pasan hambre.

Los que son capaces de trabajar tienen un interés vital en el cre-


cimiento económico y tecnológico, que ocurre con mayor rapidez en
un orden de mercado. La inversión de capital y el uso de maquinaria
permiten emplear a gente que de lo contrario no podría producir
lo suficiente para mantenerse. Las computadoras y los equipos de
comunicación, por ejemplo, hoy permiten que personas con disca-
pacidades severas trabajen desde su hogar.

En cuanto a los que no están en condiciones de trabajar, las so-


ciedades libres siempre les han proveído con numerosas formas de
ayuda y filantropía privadas fuera del mercado: organizaciones de
caridad, sociedades de beneficencia y demás. En ese sentido, deje-
mos en claro que no hay contradicción entre el egoísmo y la caridad.
De acuerdo con los muchos beneficios que recibimos del trato con
otros, es natural que veamos a nuestros prójimos en un espíritu de
benevolencia general, que tengamos empatía por sus desgracias y
que los ayudemos cuando ello no implique un sacrificio de nuestros
propios intereses. Pero existen grandes diferencias en el concepto
de caridad entre un egoísta y un altruista.

Para un altruista, la generosidad hacia los otros es un fundamento


ético primordial y debe ponerse en práctica hasta el sacrificio, de
acuerdo con el principio de “dar hasta que duela”. Dar es un deber
moral, sin importar qué otros valores se tengan, y el receptor tiene

120
La moralidad del capitalismo

derecho a recibir. Para un egoísta, la generosidad es un medio entre


muchos otros para perseguir sus valores; entre ellos, el que le atribuye
al bienestar de los demás. Debe hacerse en el contexto de los otros
valores que tenemos, sobre el principio de “dar cuando ayuda”. No es
un deber y el receptor no tiene derecho a recibir. El altruista es proclive
a ver la generosidad como una expiación de culpa, ya que supone que
hay algo pecaminoso o sospechoso en el hecho de ser capaz, exitoso,
productivo o rico. El egoísta considera que esos rasgos son virtudes y
ve la generosidad como una expresión de orgullo por ellos.

La cuarta revolución
Al comenzar este ensayo dije que el capitalismo era resultado
de tres revoluciones, cada una de las cuales representó un quiebre
radical con el pasado. La revolución política estableció la primacía
de los derechos individuales y el principio de que el gobierno está al
servicio del hombre, y no es su amo. La revolución económica trajo
consigo la comprensión de los mercados. La Revolución Industrial
expandió drásticamente la aplicación de la inteligencia al proceso
productivo. Pero la humanidad nunca rompió con su pasado ético. El
principio ético de que la capacidad individual es un activo social es
incompatible con una sociedad libre. Para que la libertad sobreviva y
prospere, necesitamos una cuarta revolución: una revolución moral,
que establezca el derecho moral del individuo a vivir para sí mismo.

121
La moralidad del capitalismo

122
La moralidad del capitalismo

TERCERA PARTE

La Producción
y Distribución
del Mercado

123
La moralidad del capitalismo

124
La moralidad del capitalismo

LA ECONOMÍA DE MERCADO Y LA
DISTRIBUCIÓN DE LA RIQUEZA
POR LUDWIG LACHMANN

En este ensayo, el distinguido economista Ludwig Lachmann


analiza y revela la incoherencia de las críticas sobre la “justicia
social” que se hacen al capitalismo de libre mercado. Explica la
diferencia entre “propiedad” y “riqueza” y señala de qué mane-
ra el respeto por la propiedad (posesión) es compatible con la
redistribución masiva de la riqueza a través del mercado. Este
documento ayuda a comprender la naturaleza dinámica de las
relaciones sociales y económicas en regímenes capitalistas.

Ludwig Lachmann (1906-90) obtuvo su doctorado en la Univer-


sidad de Berlín. En el año 1933 dejó Alemania y se dirigió a In-
glaterra, donde continuó su investigación en la London School
of Economics. Realizó aportes significativos a la teoría del ca-
pital, el crecimiento económico y las bases metodológicas de la
economía y la sociología. Fue autor de los libros: Capital and Its
Structure; The Legacy of Max Weber; Macro-Economic Thin-
king and The Market Economy; Capital, Expectations, and
The Market Process; y The Market as an Economic Process.

Este documento es una versión resumida del original, que apa-


reció por primera vez en 1956.

125
La moralidad del capitalismo

¿Quién puede dudar todavía de que, tal como señalara el profesor


Mises hace treinta años, cada intervención de una autoridad política
implica una posterior intervención con el fin de impedir que las in-
evitables repercusiones económicas del primer paso efectivamente
ocurran? ¿Quién negará que una economía dirigida requiere de una
atmósfera de inflación para funcionar, y quién en la actualidad no
conoce los efectos perjudiciales de la “inflación controlada”? Aun-
que algunos economistas inventaron el elogioso término “inflación
secular” a fin de describir la inflación permanente que todos bien
conocemos, es poco probable que se haya engañado a alguien. No
hacía falta realmente el reciente ejemplo alemán para demostrar-
nos que la economía de mercado creará orden a partir de un caos
“controlado administrativamente”, incluso en las circunstancias más
desfavorables. Una forma de organización económica basada en la
cooperación voluntaria y en el intercambio universal de conocimientos
es necesariamente superior a cualquier estructura jerárquica, incluso
si en esta última existiera una evaluación racional de las capacidades
de quienes tienen la voz de mando. Quienes pueden aprender de la
razón y la experiencia ya lo sabían antes, y los que no, es improbable
que lo aprendan ahora.

Enfrentados a esta situación, los opositores de la economía de


mercado han cambiado de argumentos: ahora se oponen con fun-
damentos “sociales” en vez de económicos. La acusan de ser injusta
en vez de ineficiente. Ahora insisten en los “efectos distorsivos” de
la propiedad de la riqueza y sostienen que "el plebiscito del mercado
está dominado por el voto plural". Muestran que la distribución de la
riqueza afecta a la producción y a la distribución del ingreso ya que
los propietarios de riqueza no solo reciben una "porción injusta" del
ingreso social, sino que además influyen en la composición del pro-
ducto social: los lujos son demasiados y las necesidades muy pocas.
Además, como son quienes más ahorran, también determinan la tasa
de acumulación del capital y, por lo tanto, el progreso económico.

Algunos de estos opositores no negarían de manera conjunta


que la distribución de la riqueza, en cierto sentido, es el resultado

126
La moralidad del capitalismo

acumulado de la acción de fuerzas económicas, pero sostendrían que


esta acumulación funciona de manera tal que hace que el presente
sea esclavo del pasado, un factor arbitrario y de otros tiempos.

La distribución actual de ingresos está determinada por la distri-


bución actual de la riqueza y, aunque la riqueza de hoy fue en parte
acumulada ayer, fue acumulada como consecuencia de procesos
que reflejan la influencia de la distribución de la riqueza de ante-
ayer. Este argumento de los opositores de la economía de mercado
se basa esencialmente en la institución de la "herencia", a la que,
incluso en una sociedad progresista, según nos dicen, la mayoría de
los propietarios debe su riqueza.

Este argumento parece ser ampliamente aceptado hoy en día,


incluso por muchos que están genuinamente a favor de la libertad
económica. Esas personas llegaron a la conclusión de que una “redis-
tribución de la riqueza”, por ejemplo, a través de impuestos sobre las
sucesiones, tendría resultados económicos socialmente deseables y
no desfavorables. Al contrario, como esas medidas ayudarían a libe-
rar al presente de la “mano muerta” del pasado, también ayudarían
a ajustar los ingresos presentes a sus respectivas necesidades. ¡La
distribución de la riqueza es un dato del mercado y modificando los
datos podemos cambiar los resultados sin interferir con su mecanis-
mo! De esto se deduce que solo si está acompañado por una política
diseñada de forma continua para redistribuir la riqueza existente,
el proceso del mercado tendría resultados "socialmente tolerables".

Este punto de vista, como ya fue mencionado, es compartido por


muchos individuos, incluso por algunos economistas que entien-
den la superioridad de la economía de mercado sobre la economía
dirigida y las frustraciones del intervencionismo, pero que no les
agrada lo que consideran que son las consecuencias sociales de la
economía de mercado. Están dispuestos a aceptar la economía de
mercado solo cuando su funcionamiento está acompañado por una
política de redistribución.

127
La moralidad del capitalismo

El presente trabajo presenta una fuerte crítica a la base de este


punto de vista.

En primer lugar, la lógica detrás del argumento se desprende


de una confusión verbal que surge del significado ambiguo del término
“dato”. En el uso común y en la mayoría de las ciencias, por ejemplo
en estadística, la palabra "dato" significa algo que, en un momento
del tiempo, nos está “dado” como observadores de la escena. En este
sentido es, por supuesto, una obviedad decir que el modo en el que
se distribuye la riqueza es un dato en cualquier momento, en
el sentido trivial de que es el modo que existe y no puede darse de otra
manera. Pero en las teorías del equilibrio que, para bien o para mal,
llegaron a tener una gran importancia en el pensamiento económico
actual y determinaron en gran medida el contenido, la palabra “dato”
adquirió una segunda acepción muy diferente: en este contexto un
dato significa una condición necesaria para el equilibrio, una variable
independiente, y “los datos” en su conjunto representan la suma total
de condiciones necesarias y suficientes de las cuales, una vez que las
conocemos todas, podemos deducir, sin más, el precio y la cantidad
de equilibrio. En esta segunda acepción, la distribución de la riqueza
sería por lo tanto, de manera conjunta con otros datos, un factor
determinante, aunque no el único, de los precios y cantidades de los
distintos servicios y productos que se compran y venden.

Sin embargo, la tarea principal en este trabajo será demostrar


que la distribución de la riqueza no es un "dato" según la segunda
acepción. Lejos de ser una “variable independiente” del proceso de
mercado, está, por el contrario, sujeta a modificaciones continuas
como consecuencia de las fuerzas del mercado. No es necesario aclarar
que esto no niega que en algún momento esté entre las fuerzas que
determinan el rumbo del proceso de mercado en el futuro inmediato,
pero sí niega que la forma de la distribución en sí puede tener alguna
influencia permanente. Aunque la riqueza siempre está distribuida
de alguna forma particular, la forma de la distribución se encuentra
en constante cambio.

128
La moralidad del capitalismo

Solo en caso de que la forma de la distribución permaneciera inva-


riable período tras período y a la vez las riquezas individuales fueran
transferidas por herencia, se podría decir que tal forma constante es
una fuerza económica permanente. Esto no sucede en la realidad. La
distribución de la riqueza está determinada por las fuerzas del mercado
como objeto, no como agente, y la forma actual sin importar cual sea,
pronto se habrá convertido en un pasado irrelevante.

La distribución de la riqueza, por lo tanto, no figura entre los


datos del equilibrio. Sin embargo, lo que es de gran interés eco-
nómico y social no es el modo de distribución de la riqueza en un
momento dado, sino la manera en que se modifica en el tiempo.
Como veremos, este cambio se da realmente entre los sucesos que
ocurren en esa problemática "trayectoria" que puede conducir al
equilibrio, pero en la realidad pocas veces lo logra. Es un típico
fenómeno “dinámico". Resulta llamativo que despierte tan poco
interés en un momento en el que se dice tanto sobre la necesidad
de buscar y promover estudios dinámicos.

La propiedad es un concepto legal que se refiere a objetos mate-


riales concretos. La riqueza es un concepto económico que se refiere
a los recursos escasos. Todos los recursos valiosos son, reflejan o
representan, objetos materiales, pero no todos los objetos materiales
son recursos: casas en ruinas y montañas de chatarra son ejemplos
evidentes, así como cualquier objeto que cuyo dueño estaría encantado
de regalar si encontrara a alguien que quisiera llevárselo. Además, lo
que es un recurso hoy puede dejar de serlo mañana, mientras que un
objeto que en el presente carece de valor puede volverse valioso en el
futuro. Es por esta razón que la condición de recursos que adquieren
los objetos materiales siempre es problemática y depende hasta cierto
punto de las expectativas. Un objeto constituye riqueza solo si es una
fuente de flujo de ingreso. El valor que tiene el objeto para el dueño,
real o potencial, refleja en todo momento su capacidad esperada de
generación de ingresos. Esto, a su vez, dependerá de los usos que se le
pueden dar al objeto. Por lo tanto, la utilización exitosa de los objetos
y no (necesariamente) la sola propiedad confiere riqueza. La fuente de

129
La moralidad del capitalismo

los ingresos y la riqueza no es la propiedad sino el uso de los recursos.


Una fábrica de helados en Nueva York puede significar riqueza para
su dueño; la misma fábrica de helados en Groenlandia apenas llegaría
a ser un recurso.

En un mundo de cambios inesperados, el mantenimiento de la


riqueza es siempre problemático, y a largo plazo se puede decir que
es imposible. Para mantener una cierta cantidad de riqueza que se
pueda transferir por herencia de una generación a otra, una familia
tendría que poseer recursos tales que generen un flujo de ingreso
neto permanente, es decir, un flujo de excedentes de valor de produc-
ción por sobre el costo de los servicios de factores complementarios
a los recursos que se poseen. Al parecer esto sería posible solo en
dos escenarios: ya sea en un mundo estacionario, en el que hoy es
igual que ayer y mañana igual que hoy y en el que, por lo tanto, día
a día, año tras año, el mismo ingreso le corresponderá a los mismos
dueños o a sus herederos; o bien si todos ellos tuvieran una previ-
sión perfecta del futuro. Como los dos casos se alejan mucho de la
realidad, podemos ignorarlos. Entonces, ¿qué sucede en realidad con
la riqueza en un mundo de cambios inesperados?

Toda riqueza consiste de activos de capital que, de una u otra


forma, representan o al menos reflejan los recursos materiales de
la producción, las fuentes de un producto valioso. Toda producción
se realiza con trabajo humano y con la ayuda de combinaciones de
dichos recursos. Para ello, los recursos deben utilizarse en determi-
nadas combinaciones, puesto que la complementariedad es la esencia
del uso de los recursos. Los modos de esta complementariedad de
ninguna manera están “dados” a los emprendedores que generan,
inician y llevan a cabo planes de producción. No existe tal cosa como
una función de producción en la realidad. Por el contrario, la tarea
del emprendedor es precisamente detectar, en un mundo de cambios
continuos, qué combinación de recursos producirá un excedente
máximo de producción sobre el valor de los insumos teniendo en
cuenta las condiciones actuales, y conjeturar cuál lo hará en las con-

130
La moralidad del capitalismo

diciones futuras más probables, cuando hayan cambiado los valores


de producción, el costo de insumos complementarios y la tecnología.

Si todos los recursos de capital fueran infinitamente versátiles,


el único problema de los emprendedores sería acompañar los cam-
bios en las condiciones externas modificando las combinaciones
de recursos asignados a una sucesión de usos que estos cambios
hagan rentables. En realidad, los recursos tienen, por lo general, un
rango limitado de versatilidad. Cada uno tiene una cantidad de usos
específicos41. Por lo tanto, la necesidad de ajustarse al cambio por
lo general implica la necesidad de un cambio en la composición del
grupo de recursos, para “reagrupar el capital”. Pero cada cambio en
el modo de complementariedad afectará el valor de los componen-
tes de los recursos al generar ganancias y pérdidas de capital. Los
emprendedores estarán dispuestos a pagar más por los servicios de
los recursos para los que encontraron usos más rentables, y menos
por aquellos que deben emplearse en usos menos rentables. En el
caso límite en el que no se puede encontrar ningún uso (presente o
potencial) para un recurso que hasta el momento había formado parte
de una combinación rentable, este perderá totalmente su carácter de
tal. Pero incluso en casos menos drásticos, las ganancias y pérdidas
de capital en activos durables están inevitablemente asociadas a un
mundo de cambios inesperados.

Por lo tanto, el proceso de mercado es considerado como nive-


lador. En una economía de mercado, se da de manera constante un
proceso de redistribución de la riqueza. Frente a esto, los procesos en
apariencia similares, que los políticos modernos tienen la costumbre
de instituir, se desvanecen de manera significativa al ser comparados
por la sencilla razón de que el mercado les da riqueza a quienes son
capaces de conservarla, mientras que los políticos dan riqueza a sus
electores que por lo general carecen de esa capacidad.

41 El argumento presentado a continuación le debe mucho a las ideas que presentó el profesor Mises
en Das festangelegte Kapital, en Grundprobleme der Nationalökonomie, págs. 201-14. [Posteriormente
traducido al español como Problemas Epistemológicos de la Economía.]

131
La moralidad del capitalismo

Este proceso de redistribución de la riqueza no está provocado por


una concatenación de riesgos. Quienes participan no juegan un juego
de azar, sino de destreza. Este proceso, como todos los procesos reales
dinámicos, refleja la transmisión de conocimientos entre individuos.
Esto solo es posible porque algunas personas tienen conocimientos
que otras todavía no han adquirido, dado que el conocimiento sobre
el cambio y sus implicancias se propaga gradualmente y de modo
desigual entre la sociedad.

En este proceso, tiene éxito quien descubre antes que los demás
que un determinado recurso, que hoy se puede producir, si es nuevo,
o comprar, si es un recurso existente, a un determinado precio A,
mañana formará parte de una combinación productiva que como
resultado valdrá A. Estas ganancias y pérdidas de capital provocadas
por la posibilidad o la necesidad de reasignar los recursos de un uso a
otro, superior o inferior al primero, forman la sustancia económica de
lo que significa la riqueza en un mundo cambiante, y son el vehículo
principal del proceso de redistribución.

Es muy improbable que la misma persona continúe acertando


una y otra vez en sus conjeturas sobre nuevos usos posibles para
recursos existentes o potenciales, a menos que sea realmente su-
perior, en cuyo caso es improbable que sus herederos tengan un
éxito similar, a menos que sean superiores también. En un mundo
de cambios inesperados, las pérdidas de capital son en última ins-
tancia tan inevitables como las ganancias. La competencia entre
los propietarios de capital y la naturaleza específica de los recursos
durables, aunque sea de “múltiples especificidades”, implican que
las ganancias conllevan pérdidas y viceversa.

Estos hechos económicos tienen determinadas consecuencias


sociales. Como los críticos de la economía de mercado actualmente
prefieren basarse en fundamentos "sociales", puede ser pertinente
dilucidar aquí los verdaderos resultados sociales del proceso de mer-
cado. Anteriormente lo hemos presentado como un proceso nivelador.
De manera más apropiada, en este momento estamos en condiciones
de describir estos resultados como un caso de lo que Pareto llamó “la

132
La moralidad del capitalismo

circulación de élites”. Es improbable que la riqueza se quede mucho


tiempo en las mismas manos. Pasa de mano en mano a medida que
los cambios imprevistos confieren valor a uno u otro recurso espe-
cífico, generando ganancias y pérdidas de capital. Los propietarios
de la riqueza, podríamos decir, siguiendo a Schumpeter, son como
los huéspedes en un hotel o los pasajeros en un tren: siempre están
allí pero nunca son las mismas personas durante mucho tiempo.

En una economía de mercado, como hemos visto, toda la riqueza


es de una naturaleza problemática. Cuanto más duraderos y más
específicos son los activos, mayor restricción tendrá el rango de
usos que se les puede dar, y el problema se torna visible con mayor
claridad. Pero en una sociedad con un bajo nivel de capital fijo en la
cual la mayoría de la riqueza acumulada se transformó en inventa-
rios de productos básicos (principalmente agrícolas y perecederos),
mantenidos por diversos períodos y en la que los bienes de consumo
durables, exceptuando quizás las casas y los muebles, casi no exis-
tían, el problema no es tan claramente visible. En líneas generales,
así era la sociedad en la que vivían los economistas clásicos y de la
cual tomaron muchas características. Por consiguiente, teniendo en
cuenta las condiciones de esos tiempos hasta cierto punto se podía
justificar que los economistas clásicos consideraran que el capital
es virtualmente homogéneo y perfectamente versátil, en compara-
ción con la tierra, el único recurso específico e irreproducible. Esta
dicotomía no se justifica en la actualidad. Cuanto más capital fijo
haya y más duradero sea, mayor es la probabilidad de que estos re-
cursos de capital tengan que utilizarse, antes de que se agoten, con
propósitos distintos a los originales. Esto significa prácticamente
que en una economía de mercado moderna no puede haber tal cosa
como una fuente de ingreso permanente, dado que la durabilidad y
la versatilidad limitada lo hacen imposible.

El hecho principal que hemos remarcado en este trabajo, la


redistribución de riqueza causada por las fuerzas del mercado en
un mundo de cambios inesperados, es un hecho de observación
común. ¿Por qué, entonces, se lo ignora constantemente? Podríamos

133
La moralidad del capitalismo

entender por qué los políticos eligen ignorarlo: después de todo, es


improbable que la gran mayoría de sus electores se vea afectado
directamente por esto y, como se demuestra ampliamente en el caso
de la inflación, apenas podrían entenderlo si estuvieran afectados.
Pero, ¿por qué los economistas elegirían ignorarlo? Si la forma en la
que se distribuye la riqueza es el resultado del ejercicio de fuerzas
económicas, se creería que es el tipo de proposición que debería
atraerles. ¿Por qué, entonces, tantos economistas siguen conside-
rando que la distribución de la riqueza es un “dato” de acuerdo con
la segunda acepción desarrollada anteriormente? Sostenemos que
la razón debe buscarse en una excesiva preocupación por problemas
relacionados con el equilibrio.

Previamente hemos desarrollado que los modos sucesivos de


distribución de la riqueza pertenecen al mundo del desequilibrio. Las
ganancias y las pérdidas de capital surgen principalmente porque los
recursos durables deben ser utilizados de manera distinta a la planifi-
cada originariamente, y además algunas personas comprenden mejor y
con mayor velocidad las implicaciones de las cambiantes necesidades
y recursos de un mundo en movimiento. El equilibrio significa consis-
tencia en la planificación, pero la forma en la cual el mercado realiza
la redistribución de la riqueza es el típico resultado de una acción
inconsistente. Para quienes están formados para pensar en términos
de equilibrio quizá resulte natural que estos procesos no parezcan
tan “respetables”. Para ellos, las “verdaderas” fuerzas económicas son
las que tienden a establecer y mantener el equilibrio. Por lo tanto, se
considera que las fuerzas que solo operan en desequilibrio no son en
realidad muy interesantes, por lo que suele ignorárselas.

Por supuesto, esto no significa que el economista moderno, con


un profundo conocimiento de la gramática del equilibrio, y con un
importante desconocimiento de los hechos del mercado, no puede o
no quiere abordar el cambio económico; eso sería absurdo. Estamos
señalando que está bien preparado para enfrentarse únicamente a al-
gunas clases de cambios que se inscriben en un patrón bastante rígido.

134
La moralidad del capitalismo

JUNTAS, LA LIBERTAD POLÍTICA Y


LA LIBERTAD ECONÓMICA REALIZAN
LOS MILAGROS DE LA HUMANIDAD
POR TEMBA A. NOLUTSHUNGU

En este ensayo, el economista sudafricano Temba A. Nolutshun-


gu recurre a la historia reciente de su país para distinguir entre el
gobierno de las mayorías (que se consiguió luego de décadas de
lucha contra la monopolización minoritaria del poder) y la liber-
tad, y muestra el potencial liberador de la libertad económica.

Temba A. Nolutshungu es director de la Free Market Founda-


tion en Sudáfrica. Enseña en programas de promoción de la
autonomía económica en todo el país y colabora con la prensa
sudafricana asiduamente. Se desempeñó como comisionado
para la redacción en los Zimbabwe Papers, elevados con pos-
terioridad al Primer Ministro de Zimbabwe, Morgan Tsvangirai;
siendo este un compendio de propuestas de políticas para la
recuperación de Zimbabwe luego del desastre provocado por
las políticas de Mugabe. Nolutshungu se destacó durante su
juventud en el Movimiento de Conciencia Negra de Sudáfrica.

135
La moralidad del capitalismo

Maximilien Robespierre, republicano revolucionario, demócrata


radical y motor detrás del Reino del Terror en la Francia revolucionaria,
período durante el cual cerca de 40.000 hombres y mujeres murieron
en la guillotina como “enemigos de la Nación”, fue ejecutado en julio
de 1794 por sus oponentes políticos. En los momentos previos a su
muerte se dirigió a la multitud, que antes lo alababa y que ahora cla-
maba por su sangre, con las siguientes palabras: “Les di la libertad;
ahora además quieren pan”. Y así finalizó el Reino del Terror.

La enseñanza que podemos tomar de esto es que no es lo mismo


la libertad política y el bienestar económico, aunque es posible que
exista un vínculo entre ambos.

El bienestar económico es una consecuencia de la libertad. En Sud-


áfrica, con una tasa de desempleo registrada formalmente del 25,2%
(una cifra que no incluye a aquellos que abandonaron la búsqueda de
trabajo), la disyuntiva entre la libertad política y el bienestar econó-
mico refleja un estado de situación potencialmente cataclísmica: un
riesgo exacerbado por gobiernos sucesivos que prometen todo tipo de
beneficios a los votantes.

Para lidiar con los desafíos que enfrentamos, es preciso que corri-
jamos ciertas ideas falsas.

La creación de empleo no es responsabilidad del Estado. Para que


el empleo sea sostenible, debe ser creado por el sector privado. Los
empleos generados por el Gobierno se crean a costas de los contribu-
yentes y no son más que empleo subsidiado. Como son insostenibles,
no tienen una relevancia económica positiva. El sector privado es el
principal creador de riqueza, y el sector público es un consumidor.

El dinero no es sino un medio para el intercambio de bienes y


servicios, por lo que debería estar relacionado con la productividad
y reflejarla. Cuando visité Rusia y Checoslovaquia en el período pos-
comunista, en 1991, la broma de moda era decir que los trabajadores
simulaban trabajar y el gobierno simulaba pagarles. Así, en mi opinión,

136
La moralidad del capitalismo

si hablamos de una creación de empleo que tiene valor, deberíamos


concentrarnos únicamente en el sector privado.

Eso nos lleva a preguntarnos qué políticas deberían aplicarse a


empresas privadas. ¿Cuáles mejorarán su productividad y cuáles la
obstaculizarán? ¿Qué debe hacerse?

Examinemos los principios subyacentes al más simple de los inter-


cambios entre dos partes. Las transacciones sencillas pueden servir
como ejemplo y como microcosmos de la economía más amplia, y los
encargados del diseño de políticas deben utilizarlas para determinar
qué políticas son más compatibles con la naturaleza humana, porque
el factor humano es fundamental en el contexto económico. Comen-
cemos en un pasado remoto, con un cavernícola hipotético que es hábil
para cazar pero inexperto al momento de fabricar un arma para la caza.
Nuestro cavernícola conoce a un fabricante de armas habilidoso y
acuerda entregar parte de su caza a cambio de un arma. Ambos hom-
bres salen de la transacción con la sensación de haberse beneficiado
a partir de la obtención de algo más valioso para ellos que lo que en-
tregaron. Tarde o temprano, el fabricante de armas advierte que si se
especializa en la fabricación de armas, en lugar de salir a cazar, puede
intercambiar las armas por pieles, carne, marfil y demás. Comienza
un negocio, prospera, y también prosperan todos sus clientes, porque
ahora utilizan armas de caza más eficientes.

Lo que debemos tomar de ese escenario es que no hay partici-


pación de fuerza o fraude alguno. No hay participación de terceros.
Ninguna parte dicta las reglas para hacer negocios. Las reglas de las
partes involucradas en la transacción se generan espontáneamente. Lo
que cumplen es una suerte de orden natural. Es lo que el economista
Friedrich Hayek denominaba orden espontáneo, y parte de ese orden
es que la propiedad privada se respeta de manera recíproca.

A partir de este ejemplo sencillo, podemos extrapolar que en la


economía moderna, en un país en el que el gobierno se niega a interferir
en el área económica, se registrarán grandes niveles de crecimiento
económico y beneficios socioeconómicos concomitantes. En otras

137
La moralidad del capitalismo

palabras, si un gobierno promueve la libertad económica de los pro-


ductores y los consumidores y les permite participar de transacciones
que no impliquen fuerza o fraude, el país y la gente prosperarán. Es
un método infalible para reducir el desempleo, mejorar la educación
y crear una mejor atención médica.

Estos principios fundamentales se cumplen en todas las econo-


mías, independientemente del contexto cultural dentro del cual se
hayan formado. El mito persistente de la “ética de trabajo” justifica
un análisis crítico. Esa opinión refuerza implícitamente estereotipos
nacionales o de grupos étnicos en términos de tener o no una ética
laboral, con la extensión lógica de que los pobres son pobres porque
no tienen ética de trabajo y que los ricos son más exitosos porque sí
tienen esa ética: una opinión muy peligrosa de sostener, en especial
si coincide con aspectos étnicos.

Antes de que el Muro de Berlín se desmoronara en el año 1989,


Alemania Occidental era la segunda economía más grande del mundo,
y Alemania Oriental era una zona de desastre económico. El mismo
pueblo, la misma cultura y las mismas familias en algunos casos,
antes de la división posterior a la Segunda Guerra Mundial. Algo
similar puede decirse en el caso de las dos Coreas: el sur, un gigante
económico, y el norte, un abismo económico que sigue absorbiendo
asistencia extranjera. Una vez más, el mismo pueblo, la misma cul-
tura. ¿Y el contraste entre China continental y Hong Kong previo a
1992, cuando Deng Xiaoping introdujo las reformas radicales de libre
mercado, tras anunciar que no importaba que un gato fuera negro
o blanco, siempre y cuando atrapara ratones? Y otra vez, el mismo
pueblo, la misma cultura y las mismas discrepancias económicas
reveladoras. La diferencia, en todos los casos, radicaba en el grado de
libertad otorgado a los participantes económicos.

Luego de 1992, gracias a las reformas de libre mercado más radi-


cales de los últimos años, China emerge como la tercera economía
más grande del mundo; y en contraste, según las palabras de Bertel
Schmitt, “Estados Unidos recogió esas recetas económicas socialistas
que Deng Xiaping descartó tan sensatamente”.

138
La moralidad del capitalismo

El marco legislativo e institucional dentro del cual se produce la


actividad económica y, en particular, el grado de regulación que se
aplica en una economía, son los determinantes de cuan rico puede
ser un país y sus habitantes. En otras palabras, el grado de libertad
económica que los gobiernos permiten ejercer a las personas determina
los resultados económicos que obtienen.

Las palabras expresadas por el profesor Walter Williams, autor


del estimulante libro South Africa’s War Against Capitalism, son un
perfecto resumen: “(…) la solución a los problemas de Sudáfrica no
radica en aplicar programas especiales, en adoptar medidas afirma-
tivas, ni dádivas ni en el Estado de bienestar: radica en la libertad. Ya
que, si buscamos personas ricas en el mundo actual, personas que
tienen la capacidad de convivir bastante bien, estaremos buscando
también una sociedad en la que existen niveles relativamente altos
de libertad individual”.

139
La moralidad del capitalismo

140
La moralidad del capitalismo

CUARTA PARTE

Globalización
del Capitalismo

141
La moralidad del capitalismo

142
La moralidad del capitalismo

CAPITALISMO GLOBAL Y JUSTICIA


POR JUNE ARUNGA

En este ensayo, June Arunga clama por un capitalismo de


libre mercado en África y confronta con quienes se opo-
nen a que los africanos participen en la economía mun-
dial a través de la libertad de comercio. La autora respal-
da sistemáticamente el libre comercio y critica a quienes
propugnan por las “zonas de comercio” delimitadas que
brindan beneficios especiales a inversores extranjeros o
élites locales privilegiadas (y, en ocasiones, violan los de-
rechos de propiedad de los habitantes) y les niegan a los
demás la libertad de comerciar o invertir en una situación
de igualdad, y exige el respeto de los derechos de propie-
dad de los africanos y del capitalismo de libre mercado, sin
la distorsión de privilegios ni poderes monopólicos.

June Arunga es una empresaria y productora cinemato-


gráfica de Kenia. Es fundadora y CEO de Open Quest Me-
dia LLC y ha trabajado con varias empresas de telecomu-
nicaciones de África. Filmó dos documentales de la BBC
sobre ese continente, The Devil’s Footpath, que relata su
travesía de seis semanas y 8000 kilómetros de El Cairo a
Ciudad del Cabo, y Who’s to Blame?, un debate/diálogo
entre Arunga y el expresidente de Gana Jerry Rawlings.
Además, escribe para AfricanLiberty.org y es coautora de
The Cell Phone Revolution in Kenya. Se graduó de abo-
gada en la Universidad de Buckingham, en el Reino Unido.

143
La moralidad del capitalismo

En mi experiencia, la mayor parte —quizá el 90%— de los des-


acuerdos derivan de la falta de información de uno u otro lado. Y el
fenómeno es realmente importante cuando la gente pasa de un ámbito
cultural a otro. Estamos presenciando un gran auge del comercio en
África, entre africanos, tras un largo período de aislamiento entre
sí a causa del proteccionismo, el nacionalismo y el malentendido.
Creo que deberíamos celebrar el incremento del comercio. Algunos
le temen; yo considero que necesitan más información.

La globalización está en marcha y, en mi opinión, deberíamos


recibirla de buen grado, pues ha generado transferencia de capaci-
dades, acceso a la tecnología de todo el mundo y mucho más. Sin
embargo, muchos se han quedado afuera; la pregunta es por qué.
En el año 2002 conocí al economista sueco Johan Norberg, autor
del revelador libro In Defense of Global Capitalism, y me impresionó
su actitud con respecto a la información: en lugar de rechazar a los
oponentes del libre comercio, los escuchaba, atendía sus puntos de
vista y verificaba su información. Su interés en la información fáctica
es lo que lo llevó a comenzar a defender el capitalismo.

También me impresionó su modo de adoptar la perspectiva de


los más afectados: los pobres. Norberg recorrió el mundo haciendo
preguntas. No le dice a la gente lo que debe pensar, le pregunta qué
piensa. Al interrogar a los pobres que tuvieron la oportunidad de
participar en el comercio —ya fuera como comerciantes o negocian-
tes o como empleados de empresas que participaban en el comercio
internacional—, reveló hechos que pasan por alto los pontificadores
oficiales. Ese empleo en una fábrica nueva, ¿mejoró o empeoró su vida?
¿Mejoró o empeoró su vida ese primer teléfono celular? ¿Subieron o
bajaron sus ingresos? ¿Cómo viaja, a pie, en bicicleta, en moto o en
auto? ¿Prefiere andar en moto o a pie? Norberg insiste en observar
los hechos in situ. Les pregunta a los involucrados lo que piensan
y si el libre comercio mejoró su vida. Quiere escuchar el punto de
vista de cada uno.

Deberíamos preguntarnos qué nos están haciendo nuestros go-


bernantes, no solo qué están haciendo por nosotros. Nuestros propios

144
La moralidad del capitalismo

gobiernos nos están lastimando: nos roban, nos impiden comerciar y


mantienen sometidos a los pobres. Los inversores locales no pueden
competir a causa de la falta de un Estado de derecho en los países
de ingreso bajo. Tal vez por eso sean países de ingreso bajo: porque
la gente no tiene el respeto de su propio gobierno.

Muchos gobiernos de países pobres se concentran en atraer


“inversores extranjeros” pero no permiten la entrada de su propia
gente en el mercado. La apertura del mercado de la competencia a
los habitantes locales no está en su agenda. Los habitantes tienen
las ideas, el entendimiento y los “conocimientos locales” necesarios,
pero nuestros propios gobiernos de África impiden el ingreso de
su gente en el mercado en favor de grupos de intereses especiales,
extranjeros o locales.

Por ejemplo, las severas restricciones que asfixian la competencia


local en los servicios, como los servicios bancarios y el suministro de
agua, pasan por alto las capacidades de nuestra gente para utilizar
su conocimiento local de la tecnología, las preferencias y la infraes-
tructura. No es verdadera “globalización” conceder favores especiales
a los “inversores extranjeros” y arrasar con los locales sin dejarlos
competir. Si en verdad son una buena idea las “zonas económicas
especiales” que instauran los gobiernos para atraer a “inversores
extranjeros”, ¿por qué la mayor parte de nuestra gente no se beneficia
de ellas? ¿Por qué se las considera zonas de privilegios especiales en
lugar de ser parte de la libertad de comercio para todos? La libertad
de comercio debería basarse en la libre competencia para atender a
la gente, no en privilegios especiales para las élites locales que no
quieren competencia, ni para inversores extranjeros que obtienen
audiencias especiales con los ministros.

No es “libre comercio” cuando las empresas internacionales


consiguen favores especiales de los gobiernos, ni lo es cuando las
empresas locales ven su ingreso en el mercado obstaculizado por su
propio gobierno. El libre comercio exige el Estado de derecho para
todos y la libertad universal de participar en la acción más natural
de todas: el intercambio voluntario.

145
La moralidad del capitalismo

Nuestra prosperidad como africanos no vendrá de la ayuda ex-


terna ni del dinero fácil. De eso hemos tenido mucho en África, pero
no ha tenido un efecto positivo en la vida de los pobres. Ese tipo
de “ayuda” genera corrupción y socava el Estado de derecho. Viene
atada a la compra de servicios de gente específica de los países que
envían la ayuda. Eso distorsiona las relaciones comerciales. Pero lo
peor es que la “ayuda” desconecta a los gobiernos de su propia gente,
porque la gente que paga las cuentas no está en África sino en París,
Washington o Bruselas.

El comercio puede verse distorsionado y limitado por élites locales


que consiguen hacerse escuchar por los ministros por medio de…
Bueno, todos sabemos cómo. El comercio puede verse distorsionado
cuando se otorgan derechos de monopolio que excluyen a rivales
locales y extranjeros. Más aún, el comercio se ve distorsionado y
limitado cuando los gobiernos locales otorgan derechos de monopolio
a élites extranjeras por medio de contratos de ayuda condicionada
en connivencia con sus propios gobiernos: contratos que excluyen
a rivales tanto locales como extranjeros, puesto que el acuerdo es
fijo. Todas esas regulaciones restringen nuestros mercados y nuestra
libertad. Nos obligan a comprar bienes y servicios que pueden no
ser de la mayor calidad ni estar al mejor precio, porque no tenemos
la libertad de elegir. La falta de libertad nos mantiene sometidos y
perpetúa la pobreza.

Pero no solo nos despojan de precios más bajos y mayor calidad:


nos despojan de la oportunidad de innovar, de hacer uso de nuestra
mente, de mejorar nuestra situación por medio de nuestra propia
energía e inteligencia. A largo plazo, ese es el peor crimen que se
comete contra nosotros. El proteccionismo y los privilegios perpe-
túan no solo la quiebra económica sino también el estancamiento
del intelecto, el coraje, el carácter, la voluntad, la determinación y
la fe en nosotros mismos.

Lo que necesitamos es información. Necesitamos hablar con la


gente in situ. Necesitamos verificar los mismos hechos. En la mayoría
de los casos, no son secretos, pero pocos se toman la molestia de

146
La moralidad del capitalismo

observarlos. Hay pruebas incontestables de que el capitalismo de libre


mercado, la libertad de comercio y los derechos igualitarios bajo el
Estado de derecho generan prosperidad para las masas.

Lo que necesitamos es un capitalismo de libre mercado que nos


dé espacio para realizar nuestro potencial. En su libro El misterio del
capital, el economista peruano Hernando de Soto demuestra que los
pobres pueden convertir el “capital muerto” en “capital vivo” para
mejorar su vida. La falta de capital no es inevitable. En África tenemos
muchísimo capital pero, en su mayor parte, no podemos utilizarlo para
mejorar nuestra vida. Está “muerto”. Necesitamos mejorar nuestros
derechos de propiedad para convertir nuestro abundante capital en
el “capital vivo”, que genera vida. Necesitamos propiedad, es decir,
necesitamos que se respeten nuestros derechos. Necesitamos igualdad
ante la ley. Necesitamos capitalismo de libre mercado.

147
La moralidad del capitalismo

148
La moralidad del capitalismo

EL DESARROLLO DEL
SER HUMANO POR LA
GLOBALIZACIÓN
POR VERNON SMITH

En este ensayo, el economista y Premio Nobel Vernon


Smith describe el crecimiento de la riqueza humana a tra-
vés de la propagación de los mercados y explica por qué
el capitalismo global genera el desarrollo del ser humano.

Vernon Smith es profesor de economía en la Universidad


de Chapman, en California, y pionero en el nuevo campo
de estudio de la “economía experimental”. Su investigación
se ha centrado en los mercados de productos básicos y en
los de capital, la aparición de burbujas de activos, los ciclos
económicos, las finanzas, la economía de recursos naturales
y el crecimiento de las instituciones del mercado. En el año
2002 fue galardonado con el Premio Nobel en Economía
“por su transformación del análisis económico empírico me-
diante la inclusión de un nuevo instrumento: experimentos
de laboratorio, especialmente en el estudio de mecanismos
alternativos de mercado”. Ha publicado muchos artículos
en revistas académicas de economía, teoría de juegos y ries-
go, y es el autor de Papers in Experimental Economics y
Bargaining and Market Behavior: Essays in Experimental
Economics. También es reconocido en todo el mundo como
profesor, y ha desarrollado programas en los que se utili-
za la economía experimental no solo para generar nuevas
formas de entender los procesos económicos, sino también
para enseñar los principios de la economía.

Este ensayo se tomó de un discurso pronunciado en “Eve-


nings at FEE” 1 en septiembre de 2005.

1  Foundation for Economic Education www.fee.org

149
La moralidad del capitalismo

Mi mensaje de hoy es optimista. Es sobre el intercambio y los


mercados, que nos permiten especializarnos en distintas tareas y
conocimientos; la especialización siempre es el secreto para generar
riquezas y la única manera de que los seres humanos mejoren de
manera sostenible. Esa es la esencia de la globalización.

Lo problemático es que todos actuamos al mismo tiempo en dos


mundos de intercambio superpuestos. Primero, vivimos en un mun-
do de intercambio personal y social, basado en la reciprocidad y las
normas compartidas en grupos pequeños, familias y comunidades.
La frase “te debo una” es una expresión universal del ser humano
en muchos idiomas para reconocer que se debe un favor. Desde los
tiempos primitivos, el intercambio entre personas permitió especializar
las tareas realizadas por el ser humano (la caza, la recolección y la
fabricación de herramientas) y generar más productividad y bienestar.
La división del trabajo hizo posible que los primeros hombres migraran
por todo el mundo, por lo tanto, esta especialización dio inicio a la
globalización mucho antes del surgimiento de los mercados formales.

Segundo, vivimos en un mundo de intercambio impersonal de


mercado donde la comunicación y la cooperación se fueron desa-
rrollando de forma lenta hacia el comercio a distancia entre desco-
nocidos. Cuando participamos en un intercambio entre personas,
muchas veces tenemos la intención de hacer el bien a los otros. En el
mercado, no solemos sentir lo mismo, ya que cada uno se ocupa de su
propia ganancia. Sin embargo, nuestros experimentos realizados en
el laboratorio y controlados demostraron que los mismos individuos
que hacen un esfuerzo especial para cooperar en el intercambio
entre personas se empeñan en maximizar sus propias ganancias
en un mercado de mayor escala. Sin quererlo, en sus transacciones
de mercado también maximizan el beneficio que percibe el grupo.
¿Por qué? Por los derechos de propiedad. En el intercambio entre
personas, las normas vigentes surgen del consentimiento voluntario
de las partes. En el intercambio impersonal de mercado, las normas
vigentes, como los derechos de propiedad, que prohíben tomar sin
dar algo a cambio, están escritas en el marco institucional. Por eso,

150
La moralidad del capitalismo

los dos mundos de intercambio funcionan de manera similar: hay


que dar para recibir.

Los fundamentos de la prosperidad


Los mercados de productos básicos y los de servicios, que son
los elementos fundamentales para crear riqueza, determinan cuánta
especialización tiene el mercado en general. En mercados organi-
zados, los productores tienen costos de producción relativamente
predecibles, y, por ende, los consumidores cuentan con una oferta
relativamente predecible de los bienes deseados. Estas actividades de
mercado que se repiten constantemente son muy eficientes, incluso
en relaciones de mercado muy complejas en las que se comercializa
una gran variedad de productos básicos.

Con nuestros experimentos de mercado también descubrimos que


la mayoría de las personas no cree que un modelo pueda predecir
los precios finales de sus operaciones y el volumen de bienes que
comprarán y venderán. De hecho, para que el mercado sea eficiente,
no hace falta que haya muchos participantes, información completa,
conocimientos económicos ni ninguna sofisticación en particular.
Después de todo, las personas comerciaban en los mercados mucho
antes de que existieran los economistas para estudiar el proceso
de mercado. Solo es necesario saber cuándo se está ganando más o
menos dinero y detectar cuándo modificar estas acciones.

Lo que distingue a los mercados de productos básicos y los mercados


de servicios es la diversidad: una diversidad de gustos, capacidades
humanas, conocimientos, recursos naturales, suelo y clima. Pero la
diversidad sin libertad para intercambiar implica pobreza. Aunque
una persona tenga un recurso abundante o una gran capacidad, no
puede prosperar sin el comercio. En los mercados libres dependemos
de otros a los que no conocemos, reconocemos ni entendemos. Sin
los mercados, seríamos pobres, miserables, brutos e ignorantes.

Los mercados exigen que todos apliquen las normas de interacción


social e intercambio económico. Nadie lo expresó mejor que David

151
La moralidad del capitalismo

Hume, hace más de 250 años, dijo que hay solo tres leyes de la natu-
raleza: el derecho de posesión, la transferencia por consentimiento
y el cumplimiento de las promesas. Esa es la base del orden, lo que
hace posible la prosperidad y los mercados.

Las leyes de la naturaleza de Hume tienen su origen en los antiguos


mandamientos: no robarás, no codiciarás los bienes ajenos y no darás
falso testimonio. El juego del “robo” consume la riqueza y desalienta
su reproducción. Codiciar la propiedad del prójimo invita a un estado
coercitivo a redistribuir la riqueza y así pone en peligro los incentivos
para producir la cosecha de mañana. El falso testimonio debilita la
comunidad, la credibilidad de la administración, la confianza de los
inversores, la rentabilidad a largo plazo y los intercambios personales,
que son los que más humanizan.

Solo los mercados distribuyen los bienes


El desarrollo económico está relacionado con los sistemas polí-
ticos y económicos libres, que se apoyan en el Estado de derecho y
los derechos de propiedad privada. Los regímenes de planificación
muy centralizados fracasaron siempre que intentaron redistribuir
los bienes. Sin embargo, existen muchísimos ejemplos de países
grandes y pequeños (desde China hasta Nueva Zelanda e Irlanda)
en los cuales los gobiernos han eliminado al menos algunas de las
barreras en pos de la libertad económica. Por consiguiente, hubo un
notable crecimiento económico simplemente porque han permitido
a las personas buscar la prosperidad económica.

China avanzó bastante hacia a la libertad económica. Hace ape-


nas un año (2004), modificó su constitución para permitir que su
gente posea, compre y venda propiedades privadas. ¿Por qué? Uno
de los problemas que tenía el gobierno chino era que la gente com-
praba y vendía propiedades aunque el gobierno no reconociera esas
transacciones. Esto se prestaba a que los funcionarios recaudaran
dinero de los que violaban la ley con esas operaciones. Reconocer
los derechos de propiedad es el intento del gobierno central de
quitar poder a la corrupción burocrática local, que es muy difícil de

152
La moralidad del capitalismo

supervisar y controlar desde el gobierno central. Ese cambio cons-


titucional, a mi modo de ver, es una manera práctica de limitar la
galopante corrupción de los funcionarios y la interferencia política
en el desarrollo económico.

Aunque este cambio no haya sido consecuencia de una predispo-


sición política a la libertad, de todos modos puede allanar el camino
para una sociedad más libre. Los beneficios inmediatos ya se ven:
276 de las empresas de la lista Fortune 500 están invirtiendo en un
enorme parque de investigación y desarrollo cerca de Beijing, gracias
a las condiciones muy favorables de arrendamiento a 50 años que
ofrece el gobierno chino.

El caso de Irlanda ilustra el principio de que no es necesario ser


un país grande para volverse rico si se liberaliza la política econó-
mica. Durante mucho tiempo, Irlanda fue un gran exportador
de personas, esto favoreció a los Estados Unidos y a Gran Bretaña,
que recibieron gran cantidad de inmigrantes irlandeses brillantes
que huían de la vida sofocante de su país. Tan solo dos décadas atrás,
Irlanda estaba sumida en una pobreza tipo del tercer mundo, pero
ahora superó a su, en otro tiempo, opresor colonial en el ingreso per
cápita, y se convirtió en un comprometido actor europeo. Según las
estadísticas del Banco Mundial, la tasa de crecimiento del producto
interno bruto (PIB) saltó del 3,2% en la década de 1980 al 7,8% en la
década de 1990. Recientemente, Irlanda figuraba en el octavo lugar
a nivel mundial en términos de PIB per cápita, mientras que el Reino
Unido estaba en el decimoquinto. Promoviendo la inversión extran-
jera directa (incluido el capital de riesgo), los servicios financieros y
la tecnología de la información, Irlanda revirtió formidablemente la
fuga de cerebros: los jóvenes están regresando a su casa.

Estos jóvenes están regresando dado que las nuevas oportunidades


permiten una mayor libertad económica en su país. Son ejemplos
de empresarios con una actitud de “querer es poder” basada en el
conocimiento, que están generando riqueza y, por lo tanto, promo-
viendo el desarrollo del ser humano no solo para su país natal, sino
también para los Estados Unidos y todos los países del mundo. La

153
La moralidad del capitalismo

historia de esas personas demuestra que, si se cambian las malas


políticas públicas para crear nuevas oportunidades económicas, se
puede revertir drásticamente la “fuga de cerebros” de un país.

No hay nada que temer


Una parte esencial del proceso de cambio, mejora y crecimiento
económico es permitir a los trabajos del pasado seguir la misma tra-
yectoria de la tecnología de ayer. Impedir a las empresas nacionales
que tercericen no evitará que lo haga la competencia en el exterior.
Mediante la tercerización, la competencia en el exterior podrá re-
ducir costos, usar los ahorros para bajar los precios y actualizar la
tecnología, y así ganar una gran ventaja en el mercado.

Uno de los ejemplos más conocidos de tercerización fue la mu-


danza de la industria textil de Nueva Inglaterra, al Sur, después de
la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de la caída de los
salarios en los estados del Sur. (Como era de esperar, eso hizo subir
los salarios en el Sur, y más tarde la industria tuvo que mudarse a
lugares de costos más bajos, en Asia).

Pero el empleo no desapareció en Nueva Inglaterra. El negocio


textil fue reemplazado por industrias de alta tecnología: información
electrónica y biotecnología. El resultado fue que Nueva Inglaterra
consiguió enormes ganancias netas incluso después de perder lo que
había sido alguna vez una industria importante. En 1965, Warren
Buffett tomó el control de Berkshire -Hathaway, una de esas fábricas
textiles en decadencia de Massachusetts. Utilizó el flujo de efectivo
de gran tamaño pero en descenso de la empresa como plataforma de
lanzamiento para reinvertir dinero en numerosas empresas riesgosas
que estaban subvaluadas. Esas empresas se hicieron famosas por
su éxito y, cuarenta años después, la empresa de Buffet tiene una
capitalización de mercado de 113.000 millones de dólares. Hoy en
día se está dando la misma transición en K-Mart y Sears Roebuck.
Nada es para siempre: a medida que las empresas viejas decaen, sus
recursos se desvían a empresas nuevas.

154
La moralidad del capitalismo

La Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER) informó


recientemente sobre un estudio de inversiones internas y externas
de empresas multinacionales estadounidenses. El estudio demostró
que, por cada dólar invertido en un país extranjero, se invertían
tres dólares y medio en los Estados Unidos. Eso demuestra que
existe una relación complementaria entre la inversión extranjera
y la nacional: cuando una aumenta, la otra también. McKinsey and
Company estima que, por cada dólar que tercerizan las empresas
estadounidenses en India, se acumulan 1,14 dólares en beneficio de
los Estados Unidos. Cerca de la mitad de ese beneficio se devuelve a
los inversores y clientes, y la mayor parte de lo que queda se gasta
en nuevos puestos de trabajo. En cambio, en Alemania, cada euro
invertido en el extranjero solo genera el 80% de beneficio para la
economía interna, principalmente porque la tasa de reempleo de los
trabajadores alemanes desplazados es mucho más baja debido a la
gran regulación pública.

En mi opinión, mientras los Estados Unidos sigan encabezando el


índice mundial de innovación, no hay nada que temer por la terceri-
zación y hay mucho que temer si los políticos logran oponerse a ella.
De acuerdo con el Instituto de Economía Internacional, entre 1999
y 2003 se crearon más de 115.000 puestos de trabajo en el área de
sistemas informáticos con salarios más altos y se eliminaron 70.000
debido a la tercerización. Del mismo modo, en el sector de servicios,
se crearon 12 millones de puestos nuevos de trabajo al mismo tiempo
que desaparecían 10 millones de puestos viejos. De eso se trata el
desarrollo económico: de este fenómeno de cambio tecnológico rápido
y del reemplazo de puestos viejos por trabajos nuevos.

Al tercerizar a otros países, las empresas estadounidenses ahorran


dinero que pueden invertir en nuevas tecnologías y nuevos puestos
de trabajo para seguir siendo competitivas en el mercado mundial.
Por desgracia, no se pueden disfrutar los beneficios sin sufrir el dolor
de la transición. Sin duda, el cambio es doloroso. Es doloroso para
los que pierden el trabajo y deben buscar una nueva ocupación. Es
doloroso para los que arriesgan su inversión en nuevas tecnologías

155
La moralidad del capitalismo

y pierden. Pero los beneficios que perciben los que ganan generan
una gran riqueza para la economía en su conjunto. Estos beneficios,
a su vez, se consolidan en todo el mercado a través del proceso de
descubrimiento y la experiencia de aprendizaje competitivo.

La globalización no es nada nuevo. Es una palabra moderna para


describir un antiguo movimiento humano, una palabra que permite
el desarrollo del ser humano a través del intercambio y la especiali-
zación en todo el mundo. Es una palabra de paz. Representa la sabia
declaración del gran economista francés Frederic Bastiat: si los bienes
no cruzan las fronteras, lo harán los ejércitos.

156
La moralidad del capitalismo

LA CULTURA DE LA LIBERTAD
POR MARIO VARGAS LLOSA

En este ensayo, el novelista galardonado con el Nobel de Litera-


tura, Mario Vargas Llosa, disipa los temores de que el capitalis-
mo global contamine o erosione las culturas y argumenta que las
nociones de “identidad colectiva” son deshumanizadores y que
esa identidad brota de la “capacidad de los seres humanos para
resistir esas influencias y contrarrestarlas con actos libres, de in-
vención personal”.

Mario Vargas Llosa es un novelista e intelectual de fama mundial.


En 2010 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura “por
su cartografía de las estructuras de poder y sus imágenes incisivas
de la resistencia, revuelta y derrota del individuo”. Es el autor de
obras de ficción como La fiesta del chivo, La guerra del fin del
mundo, La tía Julia y el escribidor, Travesuras de la niña mala,
Historia de Mayta, entre otras.

Este ensayo ha sido reimpreso de la edición de la revista Foreign


Policy, del 1 de enero de 2001, con permiso del autor.

157
La moralidad del capitalismo

Los ataques más efectivos que recibe la llamada globalización


no suelen ser de índole económica, sino ética, social y cultural. Sus
argumentos ya aparecieron en los alborotos contestatarios de Seattle,
y han seguido resonando luego en Davos, Bangkok y Praga. Dicen así:

La desaparición de las fronteras nacionales y el establecimiento de un mundo


interconectado por los mercados internacionales infligirá un golpe de muerte
a las culturas regionales y nacionales, a las tradiciones, costumbres, mitologías
y patrones de comportamiento que determinan la identidad cultural de cada
comunidad o país. Incapaces de resistir la invasión de productos culturales
de los países desarrollados —o, mejor dicho, del súper poder, los Estados
Unidos— que, inevitablemente, acompañan como una estela a las grandes
trasnacionales, la cultura norteamericana (algunos arrogantes la llaman
“subcultura”) terminará por imponerse, uniformizando al mundo entero, y
aniquilando la rica floración de diversas culturas que todavía ostenta. De este
modo, todos los demás pueblos, y no solo los pequeños y débiles, perderán
su identidad —vale decir, su alma— y pasarán a ser los colonizados del siglo
XXI, epígonos, zombies o caricaturas modelados según los patrones culturales
del nuevo imperialismo, que, además de reinar sobre el planeta gracias a sus
capitales, técnicas, poderío militar y conocimientos científicos, impondrá a
los demás su lengua, sus maneras de pensar, de creer, de divertirse y de soñar.

Esta pesadilla o utopía negativa, de un mundo que, en razón de


la globalización, habrá perdido su diversidad lingüística y cultural
y sido igualado culturalmente por los Estados Unidos, no es, como
algunos creen, patrimonio exclusivo de minorías políticas de extrema
izquierda, nostálgicas del marxismo, del maoísmo y del guevarismo
tercermundista, un delirio de persecución atizado por el odio y el
rencor hacia el gigante norteamericano. Se manifiesta también en
países desarrollados y de alta cultura, y la comparten sectores po-
líticos de izquierda, de centro y de derecha.

El caso tal vez más notorio sea el de Francia, donde periódicamente


se realizan campañas por los gobiernos de diverso signo ideológico, en
defensa de la “identidad cultural” francesa, supuestamente amenazada
por la globalización. Un vasto abanico de intelectuales y políticos se
alarma con la posibilidad de que la tierra que produjo a Montaigne,
Descartes, Racine, Baudelaire, fue árbitro de la moda en el vestir,
en el pensar, en el pintar, en el comer y en todos los dominios del

158
La moralidad del capitalismo

espíritu, pueda ser invadida por los McDonald’s, los Pizza Hutts, los
Kentucky Fried Chicken, el rock y el rap, las películas de Hollywood,
los blue jeans, los sneakers y las polo shirts. Este temor ha hecho,
por ejemplo, que en Francia se subsidie masivamente a la industria
cinematográfica local y que haya frecuentes campañas exigiendo
un sistema de cuotas que obligue a los cines a exhibir un determi-
nado número de películas nacionales y a limitar el de las películas
importadas de los Estados Unidos. Asimismo, esta es la razón por
la que se han dictado severas disposiciones municipales (aunque, a
juzgar por lo que ve el transeúnte por las calles de París, no son muy
respetadas) penalizando con severas multas los anuncios publicita-
rios que desnacionalicen con anglicismos la lengua de Moliere. Esta
es la razón por la que José Bové, el granjero convertido en cruzado
contra la malbouffe (el mal comer), que destruyó un McDonald’s,
se ha convertido en poco menos que un héroe popular en Francia.
Y con su reciente condena a tres meses de prisión su popularidad
debe haber aumentado.

Aunque creo que el argumento cultural contra la globalización


no es aceptable, conviene reconocer que, en el fondo de él, yace una
verdad incuestionable. El mundo en el que vamos a vivir en el siglo que
comienza va a ser mucho menos pintoresco, impregnado de menos
color local, que el que dejamos atrás. Fiestas, vestidos, costumbres,
ceremonias, ritos y creencias que en el pasado dieron a la humanidad
su frondosa variedad folclórica y etnológica van desapareciendo, o
confinándose en sectores muy minoritarios, en tanto que el grueso
de la sociedad los abandona y adopta otros, más adecuados a la rea-
lidad de nuestro tiempo. Este es un proceso que experimentan, unos
más rápido otros más despacio, todos los países de la Tierra. Pero,
no por obra de la globalización, sino de la modernización, de la que
aquella es efecto, no causa. Se puede lamentar, desde luego, que esto
ocurra, y sentir nostalgia por el eclipse de formas de vida del pasado
que, sobre todo vistas desde la cómoda perspectiva del presente, nos
parecen llenas de gracia, originalidad y color. Lo que no creo que se
pueda es evitarlo. Ni siquiera países como Cuba o Corea del Norte,
que temerosos de que la apertura destruya los regímenes totalitarios

159
La moralidad del capitalismo

que los gobiernan, se cierran sobre sí mismos y oponen toda clase de


censuras y prohibiciones a la modernidad, consiguen impedir que
esta vaya infiltrándose en ellos y socave poco a poco su llamada
“identidad cultural”. En teoría, sí, tal vez, un país podría conservarla,
a condición de que, como ocurre con ciertas remotas tribus en África
o la Amazonía, decida vivir en un aislamiento total, cortando toda
forma de intercambio con el resto de las naciones y practicando la
autosuficiencia. La identidad cultural así conservada retrocedería a
esa sociedad a los niveles de vida del hombre prehistórico.

Es verdad, la modernización hace desaparecer muchas formas


de vida tradicionales, pero, al mismo tiempo, abre oportunidades y
constituye, a grandes rasgos, un gran paso adelante para el conjunto
de la sociedad. Es por eso que, en contra a veces de lo que sus diri-
gentes o intelectuales tradicionalistas quisieran, los pueblos, cuando
pueden elegir libremente, optan por ella, sin la menor ambigüedad.

En verdad, el alegato a favor de la “identidad cultural” en contra


de la globalización, delata una concepción inmovilista de la cultura
que no tiene el menor fundamento histórico. ¿Qué culturas se han
mantenido idénticas a sí mismas a lo largo del tiempo? Para dar con
ellas hay que ir a buscarlas entre las pequeñas comunidades primitivas
mágico-religiosas, de seres que viven en cavernas, adoran al trueno y
a la fiera, y, debido a su primitivismo, son cada vez más vulnerables
a la explotación y el exterminio. Todas las otras, sobre todo las que
tienen derecho a ser llamadas modernas – es decir, vivas – han ido
evolucionando hasta ser un reflejo remoto de lo que fueron apenas
dos o tres generaciones atrás. Este es, precisamente, el caso de países
como Francia, España e Inglaterra, donde solo el último medio siglo,
los cambios han sido tan profundos y espectaculares, que, hoy, un
Proust, un García Lorca y una Virginia Woolf, apenas reconocerían las
sociedades donde nacieron, y cuyas obras ayudaron tanto a renovar.

La noción de “identidad cultural” es peligrosa, porque, desde el


punto de vista social representa un artificio de dudosa consisten-
cia conceptual, y, desde el político, un peligro para la más preciosa
conquista humana, que es la libertad. Desde luego, no niego que un

160
La moralidad del capitalismo

conjunto de personas que hablan la misma lengua, han nacido y viven


en el mismo territorio, afrontan los mismos problemas y practican
la misma religión y las mismas costumbres, tenga características
comunes. Pero este denominador colectivo no puede definir ca-
balmente a cada una de ellas, aboliendo, o relegando a un segundo
plano desdeñable, lo que cada miembro del grupo tiene de específico,
la suma de atributos y rasgos particulares que lo diferencia de los
otros. El concepto de identidad, cuando no se emplea en una escala
exclusivamente individual y aspira a representar a un conglomerado,
es reductor y deshumanizador, un pase mágico-ideológico de signo
colectivista que abstrae todo lo que hay de original y creativo en el
ser humano, aquello que no le ha sido impuesto por la herencia ni
por el medio geográfico, ni por la presión social, sino que resulta de
su capacidad para resistir esas influencias y contrarrestarlas con
actos libres, de invención personal.

En verdad, la noción de identidad colectiva es una ficción ideológica,


cimiento del nacionalismo, que, para muchos etnólogos y antropólo-
gos, ni siquiera entre las comunidades más arcaicas representa una
verdad. Pues, por importantes que para la defensa del grupo sean las
costumbres y creencias practicadas en común, el margen de iniciativa
y de creación entre sus miembros para emanciparse del conjunto es
siempre grande y las diferencias individuales prevalecen sobre los
rasgos colectivos cuando se examina a los individuos en sus propios
términos y no como meros epifenómenos de la colectividad. Preci-
samente, una de las grandes ventajas de la globalización es que ella
extiende de manera radical las posibilidades de que cada ciudadano
de este planeta interconectado —la patria de todos— construya su
propia identidad cultural, de acuerdo a sus preferencias y motivaciones
íntimas y mediante acciones voluntariamente decididas. Pues, ahora
ya no está obligado como en el pasado y todavía en muchos lugares
en el presente, a acatar la identidad que, recluyéndolo en un campo
de concentración del que es imposible escapar, le imponen la lengua,
la nación, la iglesia, las costumbres, etcétera, del medio en que nació.
En este sentido, la globalización debe ser bienvenida porque amplía
de manera notable el horizonte de la libertad individual.

161
La moralidad del capitalismo

Las Dos Historias de un Continente


Quizás América Latina sea el mejor ejemplo de lo artificioso e
irreal, para no decir absurdo, de tratar de establecer identidades
colectivas. ¿Cuál sería la identidad cultural latinoamericana, el
conjunto coherente de creencias, costumbres, signos, tradiciones,
prácticas y mitologías que la dotarían de una personalidad singular,
única e intransferible? Nuestra historia está cuajada de polémicas
intelectuales —algunas feroces— tratando de responder a esta
pregunta. La más celebre fue la que, a partir de los años veinte del
siglo pasado, opuso a hispanistas e indigenistas y que reverberó por
todo el continente.

Para hispanistas como José de la Riva Agüero, Víctor Andrés


Belaúnde y Francisco García Calderón, América Latina nacía cuando,
gracias al Descubrimiento y Conquista, se articulaba con Europa, es
decir con las lenguas española y portuguesa traídas por descubridores
y conquistadores y, adoptando el cristianismo, pasaba a formar parte
de la civilización occidental. Los hispanistas no menospreciaban
las culturas prehispánicas, pero, para ellos, constituían apenas un
sustrato, y no el primordial, de la realidad histórica y social, que solo
completaba su naturaleza y personalidad gracias al influjo vivificante
de Occidente.

Los indigenistas, en cambio, rechazaban, con indignación moral,


el supuesto beneficio que habrían traído a América los europeos.
Para ellos nuestra identidad tenía sus raíces y su alma en las cultu-
ras y civilizaciones prehispánicas cuyo desarrollo y modernización
fueron brutalmente frenados por la violencia y sometidos a una
censura, represión y marginación inicuas, no solo durante los tres
siglos coloniales, sino también después, durante la República. Y, se-
gún los indigenistas, la auténtica expresión americana (para decirlo
con el título de un libro de Lezama Lima) estaba en todas aquellas
manifestaciones culturales —desde las lenguas nativas hasta las
creencias, ritos, artes y usos populares— que habían resistido la
opresión cultural occidental y llegado hasta nuestros días. Un des-

162
La moralidad del capitalismo

tacado historiador de esta corriente, el peruano Luis E. Valcárcel,


llegó a afirmar en uno de sus libros —Ruta Cultural del Perú— que las
iglesias, conventos y demás monumentos arquitectónicos coloniales
debían ser quemados pues representaban el “Anti-Perú”, es decir una
impostura, una negación de la prístina identidad americana, que solo
podía ser de exclusiva raigambre india. Y uno de los más originales
novelistas de América Latina, José María Arguedas, narró, en historias
de gran delicadeza y de vibrante protesta moral, la epopeya discreta
de la supervivencia de la cultura quechua en el mundo andino pese
a la sofocante presencia distorsionadora de lo occidental.

El hispanismo produjo algunos excelentes ensayos históricos y


también el indigenismo, así como ficciones de alto nivel creativo, pero,
juzgadas desde la perspectiva actual, ambas doctrinas nos parecen
igualmente sectarias, reductoras y falsas. Ninguna de ellas es capaz
de abarcar en su camisa de fuerza ideológica, de resabios racistas, la
frondosa diversidad latinoamericana. ¿Quién se atrevería, en nuestros
días, a afirmar que solo lo hispánico, o solo lo indígena, representan
legítimamente a América Latina? Sin embargo, las tentativas para
cernir y aislar una “identidad cultural” nuestra, que nos distinga
ontológicamente del resto del mundo, prosiguen, de tanto en tanto,
con una pertinacia intelectual y política digna de mejores causas.
Porque querer imponer una identidad cultural a un pueblo equivale
a encerrarlo en una cárcel y a privar a todos quienes lo integran de
la más preciosa de las libertades: la de elegir qué, quién y cómo se
quiere ser. América Latina no tiene una sino muchas identidades
culturales y ninguna de ellas puede reclamarse como más legítima,
más pura o más genuina que las otras.

Desde luego que América Latina es el mundo prehispánico y


las culturas que lo prolongan hasta nuestros días, y que, en países
como México, Guatemala y los países andinos, gravitan con tanta
fuerza, sobre el todo social. Pero también es América Latina el vasto
enjambre de hispano y lusohablantes, con una tradición de cinco si-
glos a las espaldas, y cuya presencia y acción han sido decisivas para
darle al Continente su conformación actual. ¿Acaso no es también

163
La moralidad del capitalismo

América Latina algo del África, que llegó a nuestras playas junto con
los europeos? ¿No ha marcado, acaso, de manera indeleble, nuestra
piel, nuestra música, nuestra idiosincrasia, nuestro paisaje social, la
presencia africana? Cuando uno explora los ingredientes culturales,
étnicos y sociales de que está hecha América Latina se encuentra
con una dispersión fluvial que nos vincula a casi todas las regiones
y culturas del mundo. Y eso, que nos impide tener una identidad
cultural única —tenemos tantas que equivale a no tener ninguna—
es, contrariamente a lo que creen los nacionalistas, nuestra mejor
riqueza. También, una excelente credencial para sentirnos ciudadanos
de pleno derecho en el mundo globalizado de la actualidad.

Voces locales, alcance mundial


El temor a la americanización del planeta tiene mucho más de
paranoia ideológica que de realidad. No hay duda, claro está, de que,
con la globalización, el impulso del idioma inglés, que ha pasado a
ser, como el latín de la Edad Media, la lengua general de nuestro
tiempo, proseguirá su marcha ascendente, pues es un instrumento
indispensable de las comunicaciones y transacciones internacionales.
¿Significa esto que el desarrollo del inglés tendrá lugar en menoscabo
de las otras grandes lenguas de la cultura? En absoluto. La verdad
es, más bien, la contraria. El desvanecimiento de las fronteras y la
perspectiva de un mundo interdependiente, se ha convertido en un
incentivo para que las nuevas generaciones traten de aprender y
asimilar otras culturas (que ahora podrán hacer suyas, si lo quieren),
por afición, pero también por necesidad, pues hablar varias lenguas y
moverse con desenvoltura en culturas diferentes, es una credencial
valiosísima para el éxito profesional en nuestro tiempo. Quisiera citar,
como ejemplo de lo que digo, el caso del español. Hace medio siglo,
los hispanohablantes éramos todavía una comunidad poco menos
que encerrada en sí misma, que se proyectaba de manera muy limi-
tada fuera de nuestros tradicionales confines lingüísticos. Hoy, en
cambio, muestra una pujanza y un dinamismo crecientes, y tiende a
ganar cabeceras de playa y a veces vastos asentamientos en los cinco
continentes. Que en Estados Unidos haya en la actualidad entre 25

164
La moralidad del capitalismo

y 30 millones de hispanohablantes, por ejemplo, explica que los dos


candidatos, el gobernador Bush y el vicepresidente Gore, hagan sus
campañas presidenciales no solo en inglés, sino también en español.

¿Cuántos millones de jóvenes de ambos sexos, en todo el globo, se


han puesto, gracias a los retos de la globalización, a aprender japonés,
alemán, mandarín, cantonés, árabe, ruso o francés? Muchísimos,
desde luego, y esta es una tendencia de nuestra época que, afortuna-
damente, solo puede incrementarse en los años venideros. Por eso,
la mejor política para la defensa de la cultura y la lengua propias es
promoverlas a lo largo y ancho del nuevo mundo en que vivimos, en
vez de empeñarse en la ingenua pretensión de vacunarlas contra la
amenaza del inglés. Quienes proponen este remedio, aunque hablen
mucho de cultura, suelen ser gentes incultas, que disfrazan su ver-
dadera vocación: el nacionalismo. Y si hay algo reñido con la cultura,
que es siempre de propensión universal, es esa visión parroquiana,
excluyente y confusa que la perspectiva nacionalista imprime a la vida
cultural. La más admirable lección que las culturas nos imparten es
hacernos saber que ellas no necesitan ser protegidas por burócratas, ni
comisarios, ni confinadas dentro de barrotes, ni aisladas por aduanas,
para mantenerse vivas y lozanas, porque ello, más bien, las folcloriza y
las marchita. Las culturas necesitan vivir en libertad, expuestas
al cotejo continuo con culturas diferentes, gracias a lo cual se
renuevan y enriquecen, y evolucionan y adaptan a la fluencia continua
de la vida. En la antigüedad, el latín no mató al griego, por el contra-
rio la originalidad artística y la profundidad intelectual de la cultura
helénica impregnaron de manera indeleble la civilización romana y, a
través de ella, los poemas de Homero, y la filosofía de Platón y Aristó-
teles, llegaron al mundo entero. La globalización no va a desaparecer
a las culturas locales; todo lo que haya en ellas de valioso y digno de
sobrevivir encontrará en el marco de la apertura mundial un terreno
propicio para germinar.

Está ocurriendo en Europa, por doquier. Y quizás valga la pena


subrayar el caso de España, por el vigor que tiene en él este renacer
de las culturas regionales. Durante los cuarenta años de la Dictadura

165
La moralidad del capitalismo

de Franco, ellas estuvieron reprimidas y casi sin oportunidades para


expresarse, condenadas poco menos que a la clandestinidad. Pero, con
la democracia, la libertad llegó también para el libre desarrollo de la
rica diversidad cultural española, y, en el régimen de las autonomías
imperante, ellas han tenido un extraordinario auge, en Cataluña, en
Galicia, en el País Vasco, principalmente, pero, también, en el resto del
país. Desde luego, no hay que confundir este renacimiento cultural
regional, positivo y enriquecedor, con el fenómeno del nacionalismo,
fuente de problemas y una seria amenaza para la cultura de la libertad.

En un célebre ensayo, “Notas para la definición de la cultura”, T.S.


Eliot predijo que la humanidad del futuro vería un renacimiento de las
culturas locales y regionales, y su profecía pareció entonces bastante
aventurada. Sin embargo, la globalización probablemente la convierta
en una realidad del siglo XXI, y hay que alegrarse de ello. Un renaci-
miento de las pequeñas culturas locales devolverá a la humanidad esa
rica multiplicidad de comportamientos y expresiones, que —es algo
que suele olvidarse o, más bien, que se evita recordar por las graves
connotaciones morales que tiene— a partir de fines del siglo XVIII y,
sobre todo, en el XIX, el Estado-nación aniquiló, y a veces en el sen-
tido no metafórico sino literal de la palabra, para crear las llamadas
identidades culturales nacionales. Estas se forjaron a sangre y fuego
muchas veces, prohibiendo la enseñanza y las publicaciones de idiomas
vernáculos, o la práctica de religiones y costumbres que disentían
de las proclamadas como idóneas para la Nación de modo que, en la
mayoría de países del mundo, el Estado-nación consistió en una for-
zada imposición de una cultura dominante sobre otras, más débiles o
minoritarias, que fueron reprimidas y abolidas de la vida oficial. Pero,
contrariamente a lo que piensan esos temerosos de la globalización no
es tan fácil borrar del mapa a las culturas, por pequeñas que sean, si
tienen detrás de ellas una rica tradición que las respalde, y un pueblo
que, aunque sea en secreto, las practique. Y lo vamos viendo, en estos
días, en que, gracias al debilitamiento de la rigidez que caracterizaba
al Estado-nación, las olvidadas, marginadas o silenciadas culturas
locales, comienzan a renacer y a dar señales de una vida a veces muy
dinámica, en el gran concierto de este planeta globalizado.

166
La moralidad del capitalismo

Una Ética
Sin Fecha de
Expiración
IN MEMORIAM DE GERALD GAUS

167
La moralidad del capitalismo

168
La moralidad del capitalismo

EL ABANICO DE LA JUSTICIA
(O CÓMO RECUPERAR LA TOLE-
RANCIA LIBERAL)
POR GERALD GAUS

Gerald Gaus (agosto de 2020) fue el Profesor de Filosofía


James E. Rogers de la Universidad de Arizona, donde dirigió el
programa de Filosofía, Política, Economía y Derecho. Su obra
incluyó The Order of Public Reason: A Theory of Freedom
and Morality in a Diverse and Bounded World (Cambridge
University Press, 2011).

169
La moralidad del capitalismo

En las últimas décadas, la Filosofía Política ha sido testigo de una


gama de visiones sobre la sociedad justa: libertarismo de derechos
naturales, libertarismo de “izquierda”, igualitarismos de una variedad
asombrosa, republicanismo, teorías sobre lo que merecemos económi-
camente, sobre bienestar, necesidad y capacidades. Y, por supuesto,
el siempre presente recurso del utilitarismo. (No debemos olvidar a
esos economistas testarudos que, insistiendo en que no aceptarán
nunca visiones filosóficas, implícita e inconscientemente en sus
argumentos defienden alguna forma de utilitarismo como estándar
de justicia). Los filósofos políticos se identifican con sus sectas. Cada
una de la variedad de sectas filosóficas se presenta a sí misma como
poseedora de la verdad sobre la organización política justa y les dice
a sus adherentes que las otras sectas o bien pregonan la injusticia
o no son verdaderamente liberales, o que han cometido una herejía
en, digamos, abogar por una posición en lugar de otra.

Esta forma de comprender la Filosofía Política se enfrenta a una


crisis de credibilidad. Tal vez la esperanza original era que el uso
sistemático de la razón llevaría a los investigadores y ciudadanos a
converger en la verdad sobre la “justicia distributiva” o “el papel del
Estado”, pero cualquier observador imparcial puede concluir lo que
debería haber sido obvio desde el principio: como en tantos otros
asuntos, el uso libre de la razón humana conduce a un desacuerdo
sostenido y a una proliferación de sectas. No se trata de un mero
episodio en el camino hacia el consenso y la ilustración, sino de “un
rasgo permanente de la cultura pública de la democracia”.1 Tal fue
la profunda perspicacia del más grande filósofo político del siglo XX,
John Rawls. Debido a que el uso de nuestra razón en estos asuntos
es inherentemente controvertido, la Filosofía Política debe, como
él nos dice, aplicar el principio de la tolerancia a la propia Filosofía.
La idea fundacional del liberalismo fue el reconocimiento, en los
siglos XVI y XVII, de que las verdades religiosas controvertidas no
podían ser la base de leyes coercitivas y de políticas públicas. La

1  John Rawls, Political Liberalism (New York: Columbia University Press, 1996), pág. 36.

170
La moralidad del capitalismo

tarea ahora es aplicar esta idea a la Filosofía en relación a la propia


justicia. Esta es una lección extraordinariamente difícil para muchos.
¿Es posible que no sea mi deber asegurar que mi sociedad se ajuste
a “lo que entiendo” como justicia? (Compare: ¿puede ser realmente
que “lo que entiendo” como voluntad de Dios no debería estructurar
el orden social?)

El liberalismo de la razón pública busca responder a esta crisis de


credibilidad de la Filosofía Política fundando las reglas e instituciones
públicas en la razón de todos. Las instituciones políticas, las estruc-
turas sociales y las reglas sociales básicas solo se justifican política
o moralmente si se pueden respaldar desde la perspectiva de todas
y cada una de las personas “razonables y racionales”, libres e iguales.
El liberalismo de la razón pública deja de lado el sueño antiliberal de
fundar un orden social y político sobre una verdad compartida acerca
de la naturaleza de la justicia, sustituyéndolo por la aspiración de
encontrar términos de asociación en los que puedan converger los
ciudadanos de buena voluntad y razonables que no están de acuerdo
con los aspectos básicos de la buena vida y la sociedad idealmente
justa. Esta concepción del liberalismo busca devolver al liberalismo
a su visión fundacional de que debemos vivir juntos sin compartir
nuestras visiones más profundas: que el liberalismo es una alternativa
al sectarismo, no simplemente una forma del mismo.

II

El objetivo regulador del liberalismo de la razón pública es pregun-


tarse si—y si es así, cómo—personas libres e iguales con desacuerdos
profundos y duraderos pueden llegar a respaldar un orden social y
político. La solución liberal obvia parece seguir a John Locke. La
Filosofía Política debe distinguir los intereses públicos, que todos
compartimos, de las disputas religiosas, que nos enfrentan. “Estimo
que, por encima de todas las cosas,” dice Locke, “es necesario distin-
guir exactamente los asuntos del Gobierno civil de los de la religión,
y establecer los límites justos que se encuentran entre uno y otro. Si

171
La moralidad del capitalismo

privatizar aquellos asuntos sobre los que no estamos de acuerdo. Este


punto de vista esencialmente lockeano ha sido sostenido por Rawls
y sus seguidores, según los cuales la razón pública del liberalismo se
basa en las razones que compartimos. Entendido así, el objetivo del
liberalismo de la razón pública es identificar un conjunto de razones
que todos tenemos en común como ciudadanos, y limitar lo político
a ello. Una vez hecho esto, podemos descubrir el consenso político
aislado de nuestra más amplia diversidad valorativa y religiosa.

El consejo derivado de esta comprensión ortodoxa de la razón


pública es dejar de lado lo que nos divide y centrar nuestra vida
política común en lo que nos une. Es un consejo que ha demostrado
ser imposible de seguir. El resurgimiento en los últimos años de la
religiosidad y la política basada en la religión socavó la esperanza de
que nuestras profundas divisiones acerca de la buena vida y nues-
tro lugar en el universo pudieran ser confinadas a la esfera privada.
Como en la época de Hobbes, la convicción religiosa vuelve a llevar
a la disputa política. En respuesta, los defensores del punto de vista
ortodoxo se tambalean, ya sea insistiendo simplemente en que los
ciudadanos religiosos tienen el deber moral de abstenerse de apelar
a su fe en el ámbito público, o bien ofreciendo tensas “salvedades”
que permiten la religión, siempre que, al final, pueda respaldarse con
las razones seculares que realmente importan.

Dentro de la academia, el consejo de centrarse en nuestro ra-


zonamiento secular compartido no ha llevado a un consenso ni al
fin de las “controversias”, sino a una radicalización y fractura de la
Filosofía Política en las diversas sectas demasiado familiares. Mientras
que en A Theory of Justice, Rawls confiaba en que estaba dentro del
horizonte humano que todos estuvieran de acuerdo en “los mismos
principios de justicia”, sus obras posteriores evidencian un creciente
escepticismo de que esto se pueda lograr. Incluso cuando restringimos
nuestras deliberaciones a un conjunto común de valores políticos,
concluyó Rawls, terminaremos por estar en desacuerdo sobre cuáles
son los mejores o más razonables principios. En lugar de sostener
que todas las personas razonables pueden ser llevadas a respaldar

172
La moralidad del capitalismo

los mismos principios de justicia social, su aspiración final era que


los ciudadanos razonables compartieran una visión liberal general
de la justicia:

Con esto me refiero a tres cosas: primero, que especifica


ciertos derechos, libertades y oportunidades básicas (de la
clase que se conoce bien en los regímenes constitucionales
democráticos); segundo, que asigna especial prioridad a
estos derechos, libertades y oportunidades, sobre todo en
lo referente a las exigencias del bien general y de los valo-
res perfeccionistas, y tercero, que preconiza medidas que
aseguran a todos los ciudadanos medios apropiados para el
ejercicio eficiente de sus libertades y oportunidades básicas.3

No obstante, nos dice Rawls, porque “cada uno de estos elemen-


tos se puede ver de diferentes maneras, por lo que existen muchos
liberalismos”.4

III

Un liberalismo no sectario es profundamente escéptico de que


personas razonables y racionales lleguen a estar de acuerdo con los
principios de justicia distributiva, el alcance de la propiedad o el papel
del Estado. Lo máximo a lo que podemos aspirar de manera realista es
a la convergencia en un conjunto de principios o políticas que todos
los ciudadanos razonablemente reflexivos y de buena voluntad puedan
respaldar como aceptables en algún sentido. Las personas de buena
voluntad, razonables y racionales siempre estarán en desacuerdo
sobre cuál es el mejor principio de justicia, la mejor Constitución o
el mejor régimen de propiedad. Solo el sectario seguro de sí mismo
y pretencioso puede ahora dudar de ello, o acusar a sus oponentes
de haber cometido algún error perceptible para el razonamiento
humano normal. En nuestro mundo pluralista el único consenso a
nuestro alcance es sobre los contornos de un conjunto elegible de
principios, prácticas o Constituciones. Curiosamente, incluso en A
Theory of Justice, Rawls reconoció esto con respecto a asuntos de
3 John Rawls, Political Liberalism, pág. 223.
4 Ibíd.

173
La moralidad del capitalismo

justicia por debajo de sus dos grandes principios. A menudo, señaló,


nuestra prueba para determinar si las políticas o instituciones son
justas sería indeterminada. “Pero cuando esto es así, la justicia es
en esa medida igualmente indeterminada. Las instituciones dentro
de los límites permitidos son igualmente justas...”.5 He argumentado
que este es el caso general: lo mejor que podemos hacer es identificar
un conjunto de posibles acuerdos, cada uno de los cuales los indi-
viduos razonables tienen suficientes razones para vivir, pero que se
clasifican de manera muy diferente. La cuestión crítica fundamental
se refiere a la prueba: ¿cómo identificamos el abanico de elementos
posibles de la justicia?

El comienzo de una respuesta es darse cuenta de que apoyar


normas y prácticas como justas es adoptar un conjunto de actitudes
hacia ellas. Considerar la vigencia de una norma como un requisito
necesario para la justicia es experimentar resentimiento e indignación
por su violación por parte de terceros, así como culpa y remordimiento
cuando uno la viola. Es aceptar que el comportamiento contemplado
en la norma es necesario por parte de todos, y que el castigo y la
censura normalmente serán respuestas apropiadas a tales violacio-
nes. Estas actitudes y sentimientos son endógenos a la práctica de la
justicia: son aspectos centrales de lo que queremos expresar cuando
decimos que algo es una cuestión de justicia.

Un liberalismo de razón pública adecuada preguntará, frente a


cualquier regla de justicia real o propuesta, si los agentes de buena
voluntad y racionales, reflexionando sobre todo su conjunto de preo-
cupaciones, tienen razones suficientes para adoptar estas actitudes,
y si acogerán con satisfacción estos compromisos de una regla de
justicia. Si lo hacen—si se tiene en cuenta el conjunto de motivos
de evaluación de cada uno, que a veces se compatibilizan con los de
otros y a veces son distintos—entonces, en nuestra opinión, la norma
ha pasado la prueba: es una norma que tiene razón de ser tratada
como corresponde a una norma de justicia. No hay razón para pensar
que una persona solo tiene motivos para adoptar estos sentimientos
y actitudes hacia la regla que considera mejor. Como las reglas
5 John Rawls, A Theory of Justice, Edición revisada (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1999), pág. 176.

174
La moralidad del capitalismo

de justicia son generalmente un gran activo social, porque orde-


na nuestra vida social y proporciona un marco de cooperación y
beneficio mutuo. Al reflexionar sobre su aceptación pública, no
nos preocupan las negociaciones, los engaños o las disputas en las
páginas de una revista de Filosofía. La cuestión en la que debemos
centrarnos es si, dados los costes y beneficios propios de nuestros
estándares de valoración, los beneficios de adoptar estas actitudes
hacia alguna norma son mayores que los costes para todos. Si eso
es así, una persona tiene razones para abrazar esta regla dentro del
abanico de elementos de justicia.

Por supuesto, diferentes personas aplicarán esta prueba con dife-


rentes resultados. Algunos identificarán un amplio abanico de justicia,
mientras que para otros será más estrecho. Pero la visión liberal es
que, en un mundo social de gran diversidad, los únicos conjuntos
de principios posibles en los que podemos converger son los que
conllevan un amplio grado de libertad individual—lo que Benjamín
Constant llamó las “libertades de los modernos”, el “derecho de todos
a expresar su opinión, elegir una profesión y practicarla, a disponer
de la propiedad, e incluso a abusar de ella; a ir y venir sin permiso, y
sin tener que dar cuenta de sus motivos o empresas”. Es el derecho
de todos a asociarse con otros individuos, ya sea para discutir sus
intereses, ya sea para profesar la religión que ellos y sus asociados
prefieran, o incluso simplemente para ocupar sus días u horas de
la manera más compatible con sus inclinaciones o caprichos. Por
último, toda persona tiene derecho a ejercer cierta influencia en la
administración del Gobierno, ya sea eligiendo a todos los funciona-
rios o a determinados funcionarios, ya sea mediante presentaciones,
peticiones o demandas a las que las autoridades estén obligadas a
prestar atención”.6

Más allá de esto, tenemos disputas razonables sobre qué tipo de


acuerdos de propiedad tendremos, qué se suministrará en privado y
qué en público, el alcance de la esfera de la privacidad, y así sucesiva-
mente. En todos estos asuntos el conjunto elegible tendrá numerosos
6 Benjamin Constant, The Liberty of the Ancients Compared with that of the Moderns, en Political Writings
of Benjamin Constant, editado por Biancamaria Fontana (Cambridge: Cambridge University Press, 1988),
págs. 308–28.

175
La moralidad del capitalismo

elementos. Un rasgo distintivo de los liberales clásicos es que, por


regla general, tienden a conjuntos de mandatos más restringidos.
Como argumenta John Stuart Mill en el quinto libro de The Prin-
ciples of Political Economy, la justicia impuesta por el Estado está
respaldada por la fuerza coercitiva, y la coerción es siempre una
herramienta peligrosa. Tal vez más que cualquier otro asunto, los
liberales clásicos nos han hecho conscientes de los peligros de la
regulación coercitiva, y por eso han insistido en que los beneficios
de la legislación sean manifiestos y significativos. Y así, el liberal
clásico tiende a estar entre los más escépticos de que los beneficios
de la regulación coercitiva realmente valgan los costos.

Sin embargo, debemos tener cuidado. Las reglas básicas de la


justicia son algo importante para todos, por lo que la determinación
de que uno no podría adoptar las actitudes necesarias hacia una re-
gla es una conclusión grave, a la que no se puede llegar fácilmente.
Ciertamente, el rango aceptable del liberal clásico debe basarse en el
reconocimiento de que hay muchas prácticas de propiedad aceptables,
y que la mayoría de ellas (quizás todas) incluirán pagos de transferen-
cia. Los liberales clásicos están acertadamente impresionados por los
procesos del mercado, y como ciudadanos instan apropiadamente a
emplearlos en una amplia variedad de frentes. Pero también deben
reconocer que se trata de afirmaciones típicamente controvertidas,
basadas tanto en una cierta ponderación de un conjunto específico
de valores como en pruebas empíricas inciertas. En ello los liberales
clásicos están igual que otros ciudadanos, que por supuesto están
también convencidos de estar en lo correcto. Pero precisamente ese
conflicto de razones políticas confiadas de sí mismas es la materia
de una sociedad diversa.

IV

Dado que la mejor razón pública que puede esperar el liberalismo


es un conjunto elegible de instituciones (de Constituciones, prin-
cipios de justicia distributiva, prácticas de propiedad, etc.) con más
de un elemento (el conjunto no está vacío porque el desacuerdo no
es ilimitado, tiene más de un elemento porque el desacuerdo sobre

176
La moralidad del capitalismo

la moralidad política es omnipresente), todos los liberalismos de


razón pública plausible deben idear alguna forma de seleccionar del
conjunto socialmente elegible.

Hay un abanico conceptual de justicia, pero para regular nuestra


vida social compartida debe haber algún entendimiento común de
justicia. La razón pública nos dice que, desde el punto de vista público,
no hay mejor opción que cualquier miembro del conjunto elegible
de opciones es mejor que cualquier opción fuera del conjunto.7 Un
lockeano sostendrá que debemos nombrar un árbitro constitucio-
nal, que está obligado a proporcionar determinaciones dentro del
conjunto socialmente elegible. Y ciertamente un gran número de
nuestras disputas deben ser manejadas a través de la adjudicación
democrática. Sin embargo, para los propósitos actuales, el punto
importante no es específicamente cómo una teoría liberal de la razón
pública selecciona del conjunto elegible de principios, sino que debe
tener alguna cuenta de cómo hacerlo. Para cualquier teoría liberal
plausible es necesaria alguna explicación de cómo clasificamos el
desacuerdo limitado y seleccionamos del conjunto elegible.

Si llegamos a coordinarnos con algún miembro del conjunto


elegible, podemos lograr un libre equilibrio justificativo. Para cada
persona en una sociedad diversa, considerando aquellos valores y
compromisos que son centrales para su comprensión de lo bueno
y lo justo, actuar con justicia será la mejor respuesta a las acciones
justas de los demás. Dado que cada una se basa en su amplio conjunto
de compromisos normativos para respaldar una norma de justicia,
y que por lo tanto la justificación moral no exige que ponga entre
paréntesis lo que más le importa, se minimizan las tentaciones de
desertar de la justicia. Cuanto más la justificación política deja de
lado las profundas preocupaciones de un ciudadano, más propenso
es a considerar la justicia como una severa justicia de costos que
7  A grandes rasgos, podemos decir que la razón pública nos da un conjunto máximo pero no una elección
óptima. Sobre la racionalidad de elegir entre tales conjuntos, ver Amartya Sen, Maximization and the Act
of Choice, en Rationality and Freedom (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2002), págs. 159-205.

177
La moralidad del capitalismo

podría exigir que dejara de lado regularmente lo que considera más


querido. Como reconoció Rawls, si una sociedad justa ha de ser estable,
las reglas de la justicia deben estar en una especie de equilibrio de
Nash: dada la acción justa de los demás, la mejor respuesta general
es responder en especie.8

Reconocer que los principios que regulan nuestro orden social y


político nunca serán los que todos apoyen como los mejores, requiere
una madurez moral tanto del filósofo político como del ciudadano.
El primer impulso del filósofo político es optimizar, exigir lo mejor,
lo ideal, lo perfecto según sus propias reflexiones. Para estar seguro
de si (y solo si) su preferencia sectorial está dentro del conjunto
elegible, puede presionar por ella en el foro público sobre temas
controvertidos. Pero debe abjurar de toda pretensión de que la suya
es la única visión justa, siendo los otros meramente impostores o,
peor aún, seres malignos solapados. (Una vez estuve en un panel
público en una importante universidad de investigación sobre el
tema de la acción afirmativa, defendiendo lo que yo consideraba
la modesta tesis de que hay preocupaciones razonables sobre ello
y que los que se oponen a ello no son malos. Mis copanelistas y la
audiencia rechazaron rotundamente esta indignante sugerencia).
El ciudadano moralmente maduro y filósofo sabe que una sociedad
diversa nunca llegará a compartir una concepción de lo mejor, y eso
significa que debe reconciliarse con vivir bajo principios y prácticas
que no cree que sean los mejores, o de hecho nada muy cercano a
ellos. Solo esta actitud madura permite una amplia reconciliación con
un mundo social de diversidad, que incluye la diversidad de puntos
de vista políticos. Quienes tengan una actitud así de madura no se
verán alienados de su mundo social y político como lo están muchos
de los filósofos políticos y ciudadanos de hoy en día; no se irritarán
al estar sujetos a principios y prácticas que consideran que están
muy lejos de ser los mejores en su criterio.

8  Esto se ha puesto de manifiesto en el magistral estudio de Paul Weithman, Why Political Liberalism?
(Oxford: Oxford University Press, 2010).

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La moralidad del capitalismo

Por supuesto, quien tenga una actitud madura que permita la


reconciliación con un mundo social y político de diversidad no tiene
por qué reconciliarse con todos los principios o prácticas posibles. La
actitud madura no tiene por qué abandonar la postura crítica: debe
poner algunos límites a lo que se puede aprobar. En resumen, aunque
se abandone la postura perfeccionista esto tampoco quiere decir
que se deba respaldar la represión y la injusticia. La actitud madura
ve la distancia entre quedarse corto de lo mejor y la opresión—una
diferencia que el sectario no puede ver. El filósofo político sectario
puede considerar injustos todos aquellos regímenes que no se ajustan
a su “teoría de la justicia” favorita. La diferencia, sin embargo, entre lo
mejor y lo inaceptable es real. Hay una amplia gama de lo justo. En un
mundo de diversidad, una sociedad justa y libre solo puede lograrse
una vez que los ciudadanos y los filósofos aprecien la distancia entre
lo que es aceptable y la visión de su secta sobre lo mejor.

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La moralidad del capitalismo

Lecturas
Adicionales

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La moralidad del capitalismo

182
La moralidad del capitalismo

Hay una vasta bibliografía sobre la moralidad del capitalismo.


La mayor parte no es buena. Aquí listamos algunos libros que
probablemente ayuden a comprender las cuestiones que ro-
dean al capitalismo. La lista podría ser más extensa, pero gran
cantidad de libros y ensayos ya están citados en los diversos
escritos que conforman el presente libro, entre ellos las obras
de Smith, Mises, Hayek, Rand, McCloskey y otros defensores
del capitalismo de libre mercado. Consulte sin dudar los libros
mencionados en las notas de los ensayos. De todos modos,
seguramente las obras que se listan a continuación, alfabéti-
camente por nombre del autor o editor, le proporcionen algún
ejercicio mental útil.

TOM G. PALMER

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La moralidad del capitalismo

• Acton, H.B., The Morals of Markets and Related Essays, (In-


dianápolis, Liberty Fund, 1993). El filósofo británico H. B. Acton
escribió con claridad y sensatez acerca del lucro, la competencia,
el individualismo y el colectivismo, la planificación y muchos
otros temas.

• Friedman, Daniel, Morals and Markets: An Evolutionary Ac-


count of the Modern World, (Nueva York, Palgrave Macmillan,
2008). El autor ofrece una perspectiva de la evolución paralela de
los mercados y la moralidad, y hace algunas sugerencias contro-
vertidas para el desarrollo de ambos.

• Hayek, F.A., The Fatal Conceit: The Errors of Socialism,


(Chicago, University of Chicago Press, 1988). Hayek recibió el
Premio Nobel de Ciencias Económicas, pero no era un “simple
economista”. Este libro breve —el último de los que escribió—
reúne muchos de sus temas de investigación para presentar una
defensa exhaustiva del capitalismo de libre mercado.

• De Jouvenel, Bertrand, The Ethics of Redistribution, (Indiana-


polis, Liberty Fund, 1990). Este brevísimo libro está basado en las
conferencias del famoso politólogo francés en la Universidad de
Cambridge. Los capítulos son cortos y concisos, y analizan los
fundamentos y consecuencias éticas de los intentos de redistri-
buir el ingreso para alcanzar una mayor igualdad de ingresos.

• Kirzner, Israel, Discovery and the Capitalist Process, (Chicago,


University of Chicago Press, 1985). Un economista “austríaco”
estudia el capitalismo, el intervencionismo y el socialismo a tra-
vés de la lente de un emprendedor, y contiene gran cantidad de
información interesante acerca del estado de alerta, la innovación,
los incentivos y las ganancias.

• Meadowcraft, John, The Ethics of the Market, (Nueva York,


Palgrave Macmillan, 2005). Un muy breve panorama de las
cuestiones planteadas por diversos enemigos del capitalismo de
libre mercado.

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La moralidad del capitalismo

• Ridley, Matt, The Origins of Virtue: Human Instincts and the


Evolution of Cooperation, (Nueva York, Viking, 1997). Ridley
es un zoólogo y escritor profesional de temas científicos que se
dedicó a estudiar el comportamiento humano desde el punto de
vista de la biología evolutiva. Sus ideas sobre la virtud, la propiedad
y el intercambio son un gran aporte y una lectura entretenida.

• Sugden, Robert, The Economics of Rights, Co-operation, and


Welfare, (Londres, Palgrave Macmillan, 2005). El autor ofrece
una mirada muy accesible sobre la moralidad de la propiedad y el
intercambio abordada desde la teoría de los juegos. La matemática
que usa es muy básica (de verdad) y nos ayuda a comprender las
grandes ideas del filósofo David Hume.

• Zak Paul, J. Moral Markets: The Critical Role of Values in


the Economy, (Princeton, Princeton University Press, 2008).
Los ensayos comprendidos en este libro exploran muchos temas
sobre la moralidad de los mercados y presentan ideas científicas
avanzadas de la teoría de los juegos, la biología, la psicología y
otras disciplinas.

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La moralidad del capitalismo

Reseña del autor


El Dr. Tom G. Palmer es vicepresidente ejecutivo de programas
internacionales en Atlas Network y supervisa el trabajo de equipos
dedicados en todo el mundo a promover los principios del liberalismo
clásico. El Dr. Palmer es Académico Titular del Cato Institute, donde
se desempeñó como vicepresidente de programas internacionales
y director del Centro para la Promoción de los Derechos Humanos.
Palmer fue H. B. Earhart Fellow en Hertford College, Oxford University,
y vicepresidente del Institute for Humane Studies en George Mason
University. Es miembro del consejo asesor de Students For Liberty. Ha
publicado críticas y artículos sobre política y moral en publicaciones
académicas como Harvard Journal of Law and Public Policy, Ethics,
Critical Review y Constitutional Political Economy, y también en
publicaciones como Slate, Wall Street Journal, New York Times, Die
Welt, Al Hayat, Caixing, Washington Post y The Spectator, de Londres.
Obtuvo su BA in Liberal Arts en el St. Johns College de Annapolis,
Maryland; su MA in Philosophy en Catholic University of America,
Washington, D.C.; y su doctorado en Política en Oxford University. Su
trabajo académico ha sido publicado en libros de Princeton University
Press, Cambridge University Press, Routledge y otras editoriales aca-
démicas, y es el autor de Realizing Freedom: Libertarian Theory, History,
and Practice, publicado en 2009.

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